Como ha sido habitual en él, y esperable, Woody Allen ha percibido siempre, a lo largo de su carrera, alguna zona de conflicto colocándole la máscara del grotesco o del ridículo o de la autoinmolación del orgullo, eso que nos cuesta tanto sacrificar. Así ha sido con el azar, la infidelidad, la muerte, la tradición, el amor y, para lo que me importa ahora, el cambio.
Vale la pena recordarlo porque la película que trata de eso –los esfuerzos por generar cambio, los delirios a que da lugar– fue en su momento objeto de arduas condenas o al menos reticencias, como si no se la pudiera aplaudir porque se atrevía a bromear con una figuración sagrada: me refiero, como es fácil suponerlo, a Bananas y, correlativamente, a Fidel Castro y a la Revolución Cubana, la heroica guerrilla, en forma de parodia/sátira de sus pródromos. La idea central, el cambio, no fue muy percibida, acaso porque no estaba expuesta con los colores dramáticos con que se la suele presentar, esas opciones tremendas que se esperan con ojos iluminados o se rechazan con temerosos argumentos.
La escena no tiene desperdicio: después de ridículos percances de un protagonista, el propio Allen, a quien le cuelga la ropa color verde oliva, que no tiene idea de por qué anda con un grupo guerrillero en un vago país tropical, la guerrilla triunfa porque sus antagonistas son todavía más ridículos que los guerrilleros cuyo jefe, orondo, orgulloso, en el puro goce del poder recién obtenido, hace un discurso sobre el cambio por el que han luchado y proclama que de ahora en más la lengua oficial del país será el sueco. Sus compañeros de armas, asombrados, lo único sensato a lo que atinan es a ponerle una camisa de fuerza.
El guerrillero buscaba un cambio, no cabe duda, pero se disparó; otros no están tan afectados, o de ninguna manera, para querer que las cosas cambien de modo que entre un extremo y otro se tiende un arco que, visto de cerca, constituye una historia de la civilización misma, se diría que toda la historia es de los cambios. Seguramente se ha escrito mucho sobre este asunto, pero no está de más volver, sobre todo cuando se están produciendo, en el reducido ámbito de la ciudad a la que la suerte me ha arrojado, ciertos cambios que conmueven el concepto y obligan a ponerlo en duda. ¿Una duda final? ¿Una liquidación del movimiento? ¿La inmovilidad como porvenir?
Para no dejarse aplastar por estas ominosas perspectivas vale la pena empezar por situarse en el concepto mismo. Así, se diría –se comprende muy bien– que hay cambios no buscados, no deliberados, involuntarios –el crecimiento del cuerpo y el brote de los frutos, la erupción de los volcanes, el choque de dos vehículos, la enfermedad– y cambios perseguidos, razonados, consolidados –el cambio social, el aprendizaje, el comportamiento, las maneras, la curación–.
En todo caso, lo primero que se puede pensar para entender las respuestas que tienen los seres humanos a uno u otro tipo de cambio es que frente a los primeros puede haber prevención antes de que se produzcan, cuidado cuando se producen o resignación cuando los resultados del cambio son fatales. Habría mucho que decir respecto de cada una de estas situaciones, desde lo médico hasta lo político, pero todo eso se sabe. En cuanto a los otros, los buscados, se los puede clasificar: por de pronto está el discurso de los que expresan su voluntad y la reacción de quienes son sus receptores, que aceptan con entusiasmo o porque no hay más remedio, o desconfían porque no convienen, o los consideran razonablemente o los rechazan dogmáticamente.
Hay de todo en este campo que es, sin duda, el más interesante porque, considerando la posición de quienes formulan tales necesidades, dan lugar a figuras que a veces alcanzan dimensiones históricas: los profetas, los caudillos, los ideólogos y/o filósofos, los médicos. Está claro que estas figuras no surgen todos los días: todos los días, en cambio, tenemos a los practicantes y a los militantes, por supuesto a los revolucionarios, ya sea los comprometidos, ya, paródicamente, los de café, peluquerías y taxis.
Ya en esta dirección se podría añadir que hay cambios necesarios y otros, opuestos semánticamente, innecesarios. Los primeros van tomando forma en zonas de las conciencias y quien los reconoce y se propone consumarlos adquiere un estatuto de una indiscutible dignidad. ¿Quién podría negarle méritos al que descubrió la rueda o al legislador que ordenó el tránsito en las calles colocando semáforos? La lista de esos genios es interminable, mientras que la de los que promovieron cambios innecesarios es seguramente más sucinta, pero no menos rica, aunque no son tan perdurables sus promotores; permite, al menos, una somera clasificación de las motivaciones, o sea de lo que llevó y lleva a quienes se empeñan en realizarlos.
Pero si este binarismo puede ser condenado podemos salvarnos señalando que hay cambios que son al mismo tiempo innecesarios, según los afectados y/o perjudicados, y necesarios, según los afectantes y/o beneficiarios. Me refiero al cambio de precios de los alimentos, de las tasas impositivas, de los honorarios médicos y profesionales, de las ocurrencias de los bancos, de las tarifas de los servicios públicos, de los medicamentos, de la televisión y el cine, en suma, cambios que son sentidos como innecesarios porque antes todo estaba bien, pero que los que los imponen consideran indiscutiblemente necesarios sólo porque quieren ganar más dinero, temerosos del futuro propio, no del de los demás.
Volviendo a los innecesarios, que suelen ser deliberados, están ante todo en un lugar de privilegio los cambios por ostentación, lo propio de los nuevos ricos o de los sujetos, mujeres y hombres, que quieren exhibirse, con ropa de marca, con lo caro explícito, en evidente contraste con su condición anterior.
Enseguida los cambios que suponen una mejora en el orden narcisístico, nariz y pechos, cirugías varias, incrustaciones en las orejas, exhalaciones capilares, decoraciones en la piel.
Luego, los que se realizan por fatiga –tirar aparatos y comprar nuevos en lugar de arreglar los antiguos–, o por odio, contra otros –no doy más, dicen los despechados y se consiguen amantes o prostitutas o bien asesinan a sus cónyuges o a quien se les cruza por el camino– o contra sí mismos –se emborrachan o van a las carreras o al casino o se drogan o se suicidan–, vaya uno a saber dónde termina esta lista.
Por fin, aunque debe haber otras motivaciones de la innecesariedad, los cambios por demencia, que son bien interesantes; básicamente consisten en lo que va de un equilibrio psíquico más o menos frágil, como el que nos permite vivir en sociedad sin romper todo, a una expansión del deseo en estado puro, sin límites ni autorrepresión; se podría decir, en una exhalación, ¡eso sí que es un cambio!, tanto más cuanto que el sujeto en cuestión ni siquiera piensa que lo es aunque, por respeto hay que decirlo, también hay depresivos y locos tranquilos, que se aferran a lo poco que tienen de relación con el mundo y no quieren que eso se altere, ni siquiera con cambios necesarios como sería, por ejemplo, algún principio de curación.
De todas estas caprichosas e imperfectas taxonomías –involuntarios y deliberados, necesarios e innecesarios, inmotivados y motivados? se podrían sacar conclusiones en lo individual –que cada cual, advertido de esta compleja realidad, lo haga o lo desdeñe, nada cambia demasiado–, pero también en lo público que tiene, obviamente, otro carácter. Uno que no podría dejar de hacerse atañe a la ciudad en la que esto se está escribiendo y cuyos cambios están a la vista.
El razonamiento precedente –las sedicentes taxonomías– puede ayudar a comprender qué sentido tienen y a dónde van. Así, por empezar, acotar calles estrechas para bicicletas como si los porteños estuvieran en Beijing, peatonalizar cuadras y cuadras del centro, como si se tratara de la Big Apple, cambiar la dirección del tránsito en calles y avenidas como si no hubiera gente, derribar árboles señeros, como si sobrara el aire, construir un egipcio metrobús en donde la vista se perdía, como si esta ciudad fuera Berlín, todo al mismo tiempo ¿era necesario o innecesario? Que esos cambios fueron deliberados no cabe duda, pero tampoco que son definitivos, modifican una fisonomía de la ciudad y bloquean o eliminan sus viejos encantos, ese misterio que la hizo tan particular pese a su juventud. Más que un cambio, que respondería a una lógica de mejoramiento y cuyas ventajas podrían discutirse, pareciera tratarse de un verdadero urbanicidio, cometido con alevosía y premeditación. ¿Y dónde residiría la motivación? Me da la impresión de que en una síntesis de las cuatro enumeradas, todas en una armoniosa síntesis: ostentación –querer mostrar galas de nuevos ricos–, narcisismo –pretender que la ciudad se vea a sí misma disfrutable y hermosa–, odio y demencia, demoler sin piedad árboles y agarrárselas con espacios como si les tuviera encono.
Cambios, por supuesto, más o menos como los que proclamaba en el momento del triunfo el guerrillero de Woody Allen. Tal vez la relación no sea tan caprichosa: Buenos Aires como ciudad europea, tal vez como Estocolmo.
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