Un caballo cruza a todo galope la frontera entre Rusia y Mongolia. A pesar de los veinte grados bajo cero, el jinete va con el torso desnudo, salvo por una túnica amarilla hecha jirones y un puñado de talismanes que cuelgan de su cuello. Su única posibilidad de salvación es extenuar a sus perseguidores y perderse en la estepa, porque tanto el Ejército Rojo como el Ejército Chino han puesto precio a su cabeza. El año es 1921. El nombre del fugitivo es Roman Nikolai von Ungern-Sternberg. Es austríaco de nacimiento y ruso por educación, pero en la estepa mongola se lo conoce como Mahakala, Señor de la Ira. Budista, sádico, antropófago, antisemita y antibolchevique furioso, Ungern-Sternberg parece un villano de historieta (Hugo Pratt le dedicó un episodio fulminante en Corto Maltés en Siberia), pero existió en la vida real y fue una desgracia para todos los que tuvieron la mala suerte de cruzárselo.
De no haberse producido la Guerra Ruso-Japonesa, Ungern-Sternberg habría ido a parar a un manicomio, donde su delirio místico y su sed de sangre hubiesen permanecido confinados a las cuatro paredes de su celda. Pero su familia era de la aristocracia del Volga y durante generaciones había servido en los ejércitos del zar así que, para sacárselo de encima, lo enviaron pupilo a sucesivos internados hasta que logró graduarse (último de su camada, y algunos dicen que amenazando con un cuchillo a su tutor) en el Liceo Pavel de Petersburgo a comienzos de 1904, cuando el ejército zarista necesitaba desesperadamente oficiales para la guerra contra Japón.
En los sangrientos campos de batalla siberianos encontró Ungern-Sternberg su lugar en el mundo. Se destacó muy pronto por su demente temeridad (pensar era sinónimo de cobardía, para él) aunque nadie se atrevía a poner tropas a su cargo, por su incapacidad para respetar la cadena de mandos. El general Wrangel dice en sus memorias que, para no ascenderlo (“No es un soldado profesional, es una máquina de matar, sólo útil en la guerra”), optó por estacionarlo en una remota guarnición de Siberia hasta que volvieron a necesitarlo en 1914, cuando estalló la Primera Guerra. Para entonces, Ungern-Sternberg se había fascinado con el coraje y el salvajismo de los buriatos, nómades mongoles en quienes confiaba más que en sus soldados rusos. Se casó con una princesa tártara, aprendió a hablar la lengua, estudió las tácticas de guerra de Genghis Khan y se hizo budista, vertiente buriata, porque una leyenda decía que un Iván llegado del Norte llegaría a sangre y fuego a salvar a buriatos y mongoles de sus dominadores chinos. Ungern-Sternberg se enteró del triunfo de la Revolución de Octubre en el extremo oriente siberiano y, junto con su superior inmediato en la región, el coronel Grigori Semenov (tan antisemita y antibolchevique como él), ofreció sus tropas al Ejército Blanco, pero su fidelidad hacia el uno y el otro duraría muy poco.
Con la sola ayuda de su regimiento de salvajes, Ungern-Sternberg decidió emprender desde Siberia la conquista de la Unión Soviética y de China, con el propósito de erigir un nuevo imperio tártaro. Su única victoria militar fue la toma de Urka (hoy Ulan Bator, capital de Mongolia) cuando sus seiscientos hombres pasaron a degüello a los cinco mil soldados chinos armados de ametralladoras que defendían la ciudad. Durante el sitio previo envió a la ciudad chamanes que predecían la llegada de un dios blanco inmune a las balas, que podía aparecer y desaparecer a voluntad.
En los meses siguientes se erigió en figura suprema de la región a través del terror. Arrasó primero con todos los judíos rusos que se habían establecido en la frontera con Mongolia huyendo de los pogroms, y prosiguió su cacería con bolcheviques, soldados blancos, lamas y cualquier otra presencia humana que se le pusiera en el camino. En su regimiento había adivinos y brujos, en quienes confiaba más que en sus lugartenientes militares. La mitad de sus hombres estaban siempre al borde de la deserción. Aliados y enemigos temían por igual su sadismo y sus dementes decisiones. Su actividad favorita era comprobar cuánto duraba vivo un hombre que había sido despellejado. Sus campamentos dejaban pilas de cadáveres putrefactos. Mantenía a su tropa con raciones industriales de hachís y vodka, que bebían usando como copas los cráneos de sus víctimas.
Luego de que soviéticos y chinos pusieran precio a su cabeza, Ungern-Sternberg fue traicionado por sus propias huestes. Hay quien sostiene que su locura fue inducida por envenenamiento progresivo. Hay quien sostiene que era él quien iba envenenando a sus lugartenientes con pócimas que producían pérdida de memoria (uno de sus oficiales, el príncipe Malinovski, logró huir parcialmente paralizado y terminó suicidándose en un hospital de Niza, enloquecido por sus pesadillas). Lo cierto es que ni siquiera sus fieles buriatos querían seguirlo en el proyecto suicida de llegar hasta el Tíbet para destronar al Gran Lama e iniciar desde allí la conquista del mundo. Cuando Ungern-Sternberg olió en el aire la traición que se avecinaba, logró huir hacia la estepa en su caballo, pero fue perseguido durante dos días con sus noches por los bolcheviques y un puñado de jinetes buriatos que habían formado parte de su tropa hasta que él los echó.
Fueron ellos quienes al fin lograron atraparlo. Aun desarmado y de a pie, Ungern-Sternberg mató a seis de ellos antes de que lo redujeran. Los bolcheviques supieron mantenerse a distancia hasta que Ungern-Sternberg estuvo encadenado y procedieron entonces a matar a los jinetes buriatos y trasladar a su prisionero hasta Novosibirsk. En el trayecto lo exhibieron, encadenado y semidesnudo en una jaula, en cada pueblo por donde pasaba el tren. Su aspecto era tan aterrador que ni los más curiosos se atrevían a mirarlo a los ojos. Sentenciado a muerte luego de un juicio sumario en Novosibirsk, Ungern-Sternberg enfrentó al pelotón de fusilamiento. Como su cabeza era muy pequeña, se ordenó a los soldados que le apuntaran al pecho. Varios disparos dieron contra los medallones que colgaban de su cuello y el rebote de la metralla mató a dos miembros del pelotón. Ungern-Sternberg tuvo tiempo de soltar una carcajada final antes de morir.
Cuando en Mongolia se supo de su muerte, los sacerdotes ordenaron ayuno y plegarias a todos sus fieles para que el espíritu de Mahakala no volviera nunca a la tierra. En Austria y Alemania, en cambio, según una carta que escribe desde allá Christopher Isherwood en 1921, “todos leen con fascinación Bestias, hombres y dioses, un libro que cuenta las correrías de un austríaco de nombre Ungern-Sternberg, que pregona el espíritu tártaro de todos los eslavos y germanos y su unión contra judíos y bolcheviques”. Uno de los tantos lectores austríacos de Bestias, hombres y dioses en aquel 1921 fue un cabo retirado y por entonces orador nacionalista en alza llamado Adolf Hitler, según lo demuestra el ejemplar profusamente subrayado del libro hallado en el bunker del Führer después del derrumbe del Reich. Así lo detalla Timothy Ryback en su ensayo La biblioteca privada de Hitler y los libros que moldearon su vida.
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