Ucrania, en guerra; Cataluña, con el Mobile

Hay españoles que habrían querido ver derramar sangre en Barcelona el primero de octubre de 2017: Borrell, el de la Pobla, es su voz funesta. Menos mal que, entonces, las urnas y los electores no fueron defendidos por comandos armados, porque, efectivamente, los piolines y el ejército, que habría llegado detrás, no habrían dudado en hacer una matanza ejemplar. Y esto no es ciencia ficción: basta con rebobinar el discurso del Putin español el 3 de octubre del mismo año para ver que, si a la violencia estructural de siglos y a la violencia coyuntural de aquella fecha precisa, hubiéramos respondido con una rebeldía del mismo signo, España estaba dispuesta a todo para evitar la independencia de Catalunya: ‘¡A por ellos!’ Y la UE, EEUU y la OTAN habrían apoyado al Putin español en nombre de la democracia, los valores occidentales y toda la pesca.

 

En este punto de la cuestión, llega la invasión rusa de Ucrania y la Generalitat apoya a la OTAN contra el sátrapa ruso, es decir, toma posición al lado no de la España que nos golpeó, sino de la organización internacional que calló como un muerto cuando se produjo la agresión: la misma organización que, si las cosas se hubieran complicado por nuestra resistencia, habría avalado la militarización del conflicto entre España y Cataluña. Podemos darle tantas vueltas como queramos, pero el caso es que, en política, y más en política internacional, puedes jugar tantas cartas como quieras mientras sepas distinguir entre intereses estratégicos propios y ajenos. No es nuestro caso. (La escena del Mobile en la que Aragonés canta el “Happy Birthday” a Sánchez, junto al Putin español, demuestra que el MHP de la Generalitat no sabe distinguir dichos intereses: es un tacticista de la supervivencia).

 

Este lunes algunos analistas ya preveían que el choque entre la UE, la OTAN y Rusia significaría una oleada de antiindependentismo de los grandes estados: de hecho, un analista de La Vanguardia ya avanzaba que, con su posición respecto a Ucrania, el independentismo establecido en la Generalitat decía: «No lo volveremos a hacer». Pues bien, lo que debemos preguntarnos es si, en nombre de la defensa de los valores de occidente contra Rusia, la Generalitat no ha puesto un grano más de arena en el montón de propaganda que se desatará contra todo intento de fragmentar estados en un futuro inmediato. Más aún: si la Generalitat no se ha atado de pies y manos cuando ha tomado posiciones junto a un Estado español cuya ministra de Defensa es más atlantista que el Pentágono y tan unionista como Vox. Nuestra paradoja es que pretendamos defender la unidad y la democracia ucranianas apoyando a los que niegan, precisamente, con una violencia estructural o coyuntural, nuestra capacidad de decidir si queremos seguir sometidos a España y a su autocracia fáctica sobre Cataluña. Como resulta que el tema que discurre por debajo de esta cuestión es que, si en nombre de nuestra estrategia particular –que manda no hacer el juego al enemigo que te quiere aniquilar–, deberíamos mirar hacia otro lado respecto a la invasión de Ucrania, cogemos el toro por los cuernos y tratamos de responderles.

 

En mi opinión, para ver claro, la pregunta clave debe ser: ¿qué pasaría en Europa si Rusia dispusiera de una democracia a la manera polaca, húngara o checa? Por un lado, pienso que Ucrania acabaría dentro de la UE y la OTAN, Moscú haría acuerdos económicos con la UE –antecedente obligado para ingresar tarde o temprano en la OTAN– y, a medio plazo, el atlantismo se extendería de Alaska a Kamchatka, con Japón en el lado oriental como gran base aliada. ¿Y qué quedaría por debajo?, nos preguntaremos. China, por supuesto. Estoy de acuerdo, pues, al considerar que la cuestión no es el carácter autocrático de un megalómano como Putin, sino la política internacional de Rusia, una potencia imperial de orden intermedio entre la tenaza EE.UU.-UE-OTAN y China-. Que el pretexto de Putin para provocar la crisis y decir “estos son mis poderes disuasivos” sea Ucrania tiene que ver, paradójicamente, con el carácter defensivo de su posición, que necesita afianzar en torno a Moscú todas las fuerzas eurasiáticas –estados satélites– susceptibles de crear un glacis en sus fronteras occidentales y orientales. Todo lo mueve el síndrome ruso de país históricamente invadido, la política expansiva atlantista desde la caída del Muro y los intereses particulares de China. Lo diré de otra forma: si, para dejar contento a occidente, Rusia tuviera que debilitar su dominio sobre su área de influencia mientras la OTAN la va ocupando poco a poco, ¿cuánto duraría un gobierno democrático ruso sin que las fuerzas armadas dijeran nada? Putin debe revestirse de autócrata a la manera Románov-Stalin para hacer ver que garantiza la pervivencia de los intereses coligados en torno a la “Rusia eterna”, da igual a qué precio y sacrificando a quién; y, si es necesario, cavando, como sus predecesores, la propia tumba. Esta guerra que ha emprendido podría ser el fin de Putin, ciertamente: entonces veríamos (‘de té fabula narratur’) como occidente se convertiría, según costumbre, en conquistador en tierra quemada y convertiría en “milagro” el saqueo de materias primas –¡es la economía, estúpidos!- Mientras tanto, que Pekín se llame andanas, o da una palmadita en la espalda de Putin, forma parte del juego de ajedrez del poder chino (e, indirectamente, de la confirmación de su naturaleza de estado-partido-ejército), consciente de la división interna europea en política exterior y de su dependencia de la OTAN, para debilitar el atlantismo y, de rebote, EEUU: en una palabra, de aquella actitud europea que Lampedusa veía en el carácter de Fabrizio del Dongo, el pequeño héroe de ‘La cartuja de Parma’: “(Una) naturaleza feliz y superficial, que le impide darse cuenta de las cosas graves”.

 

Así pues, la defensa de la unidad ucraniana, al margen de la naturaleza política de su régimen (porque, en las guerras, las víctimas no son dictatoriales, ni mafiosas, ni paranazis, sino, sencillamente, víctimas), se presenta, por parte del atlantismo, como el pretexto –y me atrevo a decir como el resultado previsible de su política expansionista en el antiguo bloque soviético– para llevar la punta de lanza de una potencia que va perdiendo el dominio del mundo (EE.UU.) en las fronteras de Rusia y disponer estratégicamente las fuerzas en el norte y en el este de la potencia que la supera (China). La guerra económica en marcha manda, pues, como en la guerra fría, aumentar el gasto del complejo armamentista propio (que alguien recuerde que España es el séptimo Estado exportador de armas) para pasar a la ofensiva, asediar al enemigo y obligarle a militarizarse en términos defensivos; y cuanto menos aliados tenga este enemigo, y más encerrado se vea dentro de sus fronteras, más posibilidades hay de debilitarlo. Este esquema es el juego global de la OTAN desde 1947, dentro de la estrategia norteamericana de neutralizar y liquidar, con golpes de estado y organizaciones satélites regionales (SEATO, OEA, etc.), la “subversión” que ponía en entredicho su dominio imperial. Y, si hay quien lo ponga en duda, les recordaré que la dictadura española franquista (si es que tiene sentido separar a ambos adjetivos) conservó el poder gracias a su sumisión incondicional al atlantismo.

 

La consecución de la democracia catalana, no vendrá, pues, de la mano de la OTAN por muchos mimos que le hagamos. Algo que no impide, naturalmente, condenar enérgicamente la guerra, pero dudo que haya que enviar armas europeas a Ucrania, señal inequívoca de la pésima calidad de la diplomacia de la UE. La guerra debe terminar de todas formas, Putin debe sacar a los soldados de Ucrania y una comisión de paz internacional debe garantizar la independencia de Ucrania como un Estado tapón (aunque sea temporalmente) entre la Europa occidental y Rusia. Ahora bien, en la protesta contra la invasión, se ha formado uns jaula de grillos de mil demonios: estas cadenas (Movistar Esports), estas federaciones (FIFA, UEFA), estas estrellas de fútbol que proclaman su “no a la guerra” cuando la hacen los demás –”guerras eslavas”, fuertemente connotadas de racismo por occidente–, pero no cuando la hacen “nuestros” en Palestina, en Afganistán, en Siria, y etcétera, digo que toda esta gente son la prolongación ideológica del atlantismo, intermediarios del discurso ideológico occidental desde los tiempos imperialistas (“la carga del hombre blanco”, pobrecito, siempre con Dios a su lado, ¡cómo le cantó Dylan!). Como me escribe David Fernàndez: “En Bruselas, alguien apretó el acelerador. Agarren fuerte a lo que tengan a mano, porque a esta velocidad nos pegaremos una hostia seguro…” En el caso que nos ocupa, la parábola de los ciegos no está de más: nadie sabe cómo se acaba una guerra en la que la ceguera geopolítica es decisiva y terrorífica, mientras la gente de a pie, los grandes olvidados de la historia, los condenados de la tierra deben dejar atrás familia, país y vida.

 

Por otra parte, la invasión de Ucrania proporciona elementos de reflexión para el futuro de la democracia catalana, es decir, mediante qué recursos –básicamente, las formas y modulaciones de la resistencia– deberá alcanzarse. Entre otros, el tipo de resistencia frente a un Estado como el español, que, con Cataluña, es tan autócrata como cualquier gobierno ruso con Chechenia, Ucrania, o el Cáucaso. Y, dado que, como ha enseñado recientemente Joan Burdeus en Núvol (“¿Qué leer ahora que hay guerra?”, 26 febrero), los catalanes ni siquiera disponemos de literatura que aborde el tema de la guerra, no parece que podamos abrir una vía insurgente militar sin miramientos: hasta ahora mismo, el último desastre nos ha dejado con un miedo secular en el cuerpo. El ‘si vis pacem, para bellum’, no está escrito para nosotros, al menos, en términos imperativos. Sin embargo, disponemos de experiencia, gente y organización para la desobediencia civil. Aquí habrá que recordar que, contra el optimismo histórico, la creación de «mártires» como referente de victorias pacíficas pide matices. Con tantos ‘considerandos’ como convengan a cuento, por ejemplo, el cristianismo no triunfó gracias a los mártires, sino a la dislocación del imperio romano por las invasiones eurasiáticas. En Vietnam, estuvieron los bonzos, ciertamente, pero el Vietcong discurría, clandestino y armado, entre los arroceros. La India de Gandhi logró la independencia, como bien sabemos, pero el subcontinente se partió por motivos religiosos (fundación del Pakistán) y Gandhi mismo fue asesinado por un ultraderechista hindú. Y nosotros hemos tenido contemporáneamente a Xirinacs, cuyo ejemplo ha sido negado, precisamente, por el mismo ‘establishment’ que él denunció.

 

No habrá caminos rectos, pues, ni un camino único en este proceso. Lo sabíamos, pero cuestiones como la de Ucrania piden mucha reflexión y no poca prudencia verbal cuando no tienes poder internacional y la carambola te puede rebotar en la cabeza incluso en tiempo de paz (si es que se puede hablar de paz alguna. para nosotros en el Estado español).

 

De paso, al tener una estrecha relación con lo expuesto en este artículo, el cronista expresa toda la solidaridad con Eulalia Reguant, resistente contra el fascismo y la guerra en tantos escenarios.

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