RUMORES Y BULOS
La reciente crisis del ébola en España se ha caracterizado por el triste espectáculo de la desinformación, no sólo achacable a los silencios, titubeos y meteduras de pata de los portavoces oficiales, sino al ruido de fondo generado por bulos y rumores, que se multiplican en la ausencia de certezas. Los paralelismos entre las epidemias y la difusión de ideas han sido explotados en la propaganda desde hace siglos y estudiados, ya científicamente, desde hace algunas décadas. Existen fórmulas que explican la propagación de un rumor, previas al gran caldo de cultivo que es internet y la cultura del big data, enfocada a medir y comprender el flujo y alcance de la información.
La memética, concebida por Richard Dawkins a mediados de los años setenta, trazó una ruta especular entre la biología y las ideas, entre la evolución genética y la transferencia de información. ¿Cómo se producen y por qué triunfan algunas mutaciones sobre las otras? ¿Cómo se propagan las ideas y por qué unas se imponen sobre otras, viajan más rápido o perduran más tiempo?
A estas ideas, o unidades culturales (creencias, hábitos…), Dawkins las llamó memes. Hoy llamamos memes a los vídeos virales de YouTube y otros asuntos que son vistos, compartidos y recreados masivamente. La relación entre comunicación y contagio nunca ha estado tan asumida. Es una analogía afortunada, pero no significa que funcionen de manera idéntica. Aaron Lynch, en Thought contagion (1996), señalaba que en la biosfera ha de morir un individuo para que sus particularidades genéticas se pierdan, mientras que en el mundo de las ideas, o ideosfera, el portador de un meme puede cambiar de opinión o creencia varias veces en su vida, haciendo más complejos los cálculos sobre la difusión de ideas que la de los genes. Esta dificultad para estimar los procesos de expansión está también presente en la teoría de rumores de Daley y Kendall (1965), que divide a la gente entre ignorantes, difusores y supresores. La propagación de un rumor depende, según este modelo conocido como DK, del contacto directo entre un difusor y otro interlocutor. El ignorante, al ser informado, pasa a ser difusor, pero si el rumor llega a alguien que ya lo conoce, entonces ambos pasan a ser supresores, es decir, que los interlocutores ya no consideran tan interesante seguir propagando el rumor y pasan a ralentizar esa difusión.
A la hora de estimar el éxito de su transferencia, la calidad de una idea no es tan importante como la cualidad. Dawkins señalaba en El gen egoísta que estos memes triunfantes no han de corresponder necesariamente a verdades ni resultar en un bien objetivo, son sencillamente interesantes, convenientes, en un momento y entorno determinado. Y nada es más interesante que una buena historia, lo que explica en parte el éxito de las teorías conspiracionistas, la ubicuidad de las leyendas urbanas e, incluso, el hecho de que en las escuelas norteamericanas los creacionistas, contra toda evidencia científica, se hayan hecho un hueco como alternativa a los evolucionistas. La ciencia no compite contra evidencias, lo hace contra historias cautivadoras. Howard Bloom, en The Lucifer principle (1995), iba un poco más lejos, asegurando que, en la competencia entre grupos, a veces se imponían memes claramente nocivos, destructivos, propios incluso de aquello que consideramos manifestaciones del mal en estado puro. Bloom analiza la revolución cultural china (1966-1969) como ejemplo, por la magnitud y virulencia que alcanzó esta purga, protagonizada por la joven Guardia Roja (a menudo formada por adolescentes) que expandió febrilmente una maniobra política de Mao más allá de lo planeado. Bloom no es el único pensador intrigado en este episodio histórico e histérico, aún hoy estudiado por la extraña combinación de elementos racionales (Mao escogió expresamente a los jóvenes como medio) e irracionales (a las detenciones y encarcelamientos, esta purga añadió una ola de humillaciones públicas sin precedentes, propias de un cruel patio de colegio).
Hoy, asistimos alucinados a la expansión del Estado Islámico (EI) y a las razones que impulsan a numerosos occidentales, incluidas adolescentes, a unirse a su causa. Pero sobre todo nos ha sorprendido el hecho de que sean imágenes y mensajes de horror puro los que hayan actuado de anzuelo. Bloom, veinte años atrás, provocó con su libro una gran controversia por el capítulo dedicado precisamente a la violencia islamista (¿Existen culturas asesinas?), asegurando que «los bárbaros existen -gente cuya cultura glorifica el acto de matar y eleva la violencia a acto sagrado-. Estas culturas muestran la extinción de otros seres humanos como un gesto heroico y masculino en nombre de la verdad, o simplemente como un modo para avanzar en el mundo». Hoy, tristemente, sabemos que algunas imágenes circulan y embelesan como los rumores, impulsadas por lo que tienen de tóxico y repugnante. La historia está llena de bulos criminales de los que se conocen los detalles de su fabricación y origen, como los de los infames Protocolos de los sabios de Sión (1902), pero sobre los que no resulta tan fácil explicar su expansión y pervivencia.
El principio «si no lo creo, no lo veo» parece imponerse en esta ficcionalización de la realidad, reafirmando a muchos en sus convicciones, por insostenibles que sean.
Difundir un bulo con la intención de estigmatizar a un grupo, destronar a un rey, desestabilizar al enemigo o fastidiar al vecino es tan viejo como la tos. Si Bloom destaca el poder colonizador de las ideas («En el centro de cada sociedad impera un amo -el meme-. Los navíos armados americanos del XIX, los tanques soviéticos y los ejércitos del islam fueron tan sólo los brazos ejecutores a través de los cuales el meme se extendió en busca de materia fresca.»), Jean Delumeau, en El miedo en Occidente (1978), destaca al rumor como una fuerza devastadora, terrorífica especialmente en tiempos preindustriales. «Un rumor -escribe- nace sobre un fondo previo de inquietudes acumuladas y es el resultado de una preparación mental creada por la convergencia de varias amenazas o de diversas desgracias que suman sus efectos. El 14 de mayo de 1524, el fuego arrasó Troyes (Francia). Incendios semejantes eran frecuentes antaño en ciudades donde muchas casas eran de madera. Pero todo el mundo estaba convencido de que ‘gentes desconocidas y disfrazadas’ se habían introducido en la ciudad para hacer prender el fuego mediante niños de doce a catorce años. Se colgó a varios de esos muchachos.» Es sólo uno de los dramáticos ejemplos con los que ilustra los efectos del rumor. «El rumor puede adoptar el aspecto de una alegría irracional y de una esperanza loca, pero la mayoría de las veces se convierte en espera de una desgracia.»
Los rumores son una forma de comunicación que a menudo tensan y rasgan el tejido social al que han contribuido, pero son importantes. Conforman frecuentemente una red, una voz alternativa al relato oficial, que prueba de tanto en tanto su utilidad contra las contundentes y eficaces máquinas de contar institucionales. Los rumores mantienen por ello un prestigio que no pasa desapercibido a políticos y publicistas, locos por hacer cabalgar sus mensajes sobre la ola del boca en boca, camuflados como parecer popular, circulando sin logo, como huérfanos adoptados colectivamente. Internet ha corroborado y estimulado mucho de lo conocido sobre las dinámicas del thought contagion (contagio de opiniones), el bulo, la falacia y el rumor. Entre ellas, la ya mencionada relativa importancia de lo cierto y real. Una buena historia, un buen gag, ocurrencia o accidente, constituyen perlas a compartir, memes en red. En su forma más compleja, y preocupante, proponen falacias fascinantes, teorías conspirativas o alternativas a la historia, a las que hay que reconocer su capacidad para evidenciar los recursos, narrativos y retóricos, usados por las voces autorizadas.
Lo que internet y las redes sociales han evidenciado es que nos sentimos cómodos en la indefinición. Podemos disfrutar de rumores, hazañas y teorías conspiratorias sin validar su autenticidad. Se consumen sin más, como una distracción en un limbo, al margen de la realidad, mientras mantiene activo, de paso, un canal de comunicación que puede servir con inmediatez y sin monitores en caso necesario. Vamos, esa es la ilusión.
BIBLIOGRAFÍA
Richard Dawkins
El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta
SALVAT, 2000
Howard Bloom
The Lucifer principle
ATLANTIC MONTHLY PRESS, 1995
Aaron Lynch
Thought contagion. How beliefs spreads through society
BASIC BOOKS, 1996
Virginia Smith
Dirt: The filthy reality of everyday life
PROFILE BOOKS, 2011
Jean Delumeau
El miedo en Occidente
TAURUS, 2012
http://www.lavanguardia.com/cultura/20141112/54419211979/todo-sucio-viaja-rapido.html#ixzz3IsJ72jNK