LA sucesión de juicios a Otegi, montada sobre delitos tan gaseosos como el enaltecimiento o la apología del terrorismo, o sobre disquisiciones bizantinas en torno a las intenciones ocultas del propio Otegi y sus coincidencias lógicas y estratégicas con un hipotético portavoz de los abertzales, me parece un hecho política y jurídicamente lamentable. Políticamente, digo, porque no tiene sentido empeñarse a sellar todas las rendijas que podrían dar pie al vaciado del mundo batasuno en las estructuras de la democracia, y porque el juego de ver la botella medio llena o medio vacía tiene muy poca gracia en situaciones tan complejas y dramáticas como las que se viven en Euskadi. Y jurídicamente porque, si la justicia tiene que parecer honrada, además de serlo, habría que buscar alguna forma -lejos también de la impunidad y de la exculpación artificiosa- que evitase la sensación de que lo único que se pretende es meter a Otegi en una carrera de obstáculos que -bajo el principio implícito de «si no te pillamos aquí te pillaremos allá»- le impida hacer política.
En España, por desgracia, es bastante fácil privar a una persona de sus derechos de sufragio activo y pasivo, porque el delito de colaboración con banda armada, que parece extenderse por vía aeróbica, puede generar pandemias incontrolables, y porque a donde no llega ese delito llegan estas bacterias del enaltecimiento y la apología, que, inoculadas con inevitable discrecionalidad, tanto podrían valer para un roto -como el propio Otegi-, o aplicarse a un descosido -como cabría considerar al mismísimo González-. Pero esa lamentable ocurrencia de defender la democracia manipulando a placer el derecho de sufragio no debería extenderse, con triquiñuelas, al hecho mismo de hacer política, ya que ese objetivo sólo se puede lograr rozándose peligrosamente con las libertades de opinión y expresión, o con simples juicios de intención que hacen el remedio peor que la enfermedad.
No hace falta que me recuerden -porque la conozco muy bien- la teoría del Estado de derecho y su ramplona visualización en el principio «fiat iustitia el pereat mundus»; ni qué papel juegan en esto las leyes y los jueces. Lo que yo digo es que si el proceso huele a maquinación, a puro tiquis miquis, o a castigar al que pillamos para que aprenda el que no pillamos, no es edificante ni es eficaz. Y eso es lo que me parece a mí, sin dudar de su legalidad ni de la profesionalidad de los que la aplican la estrategia judicial de fichas de dominó desencadenada contra Otegi.
Lejos de mí, por si hay que decirlo, cualquier intención de comprender a Otegi ni a cualquiera que a él se parezca. Mis formas de hacer política, cuando la hice, se movieron en las antípodas de este personaje, que en modo alguno me conmueve ni me da fiabilidad. Pero creo que el problema hay que entenderlo justo a la inversa, al preguntarnos si el Estado democrático, su policía, sus jueces y sus ciudadanos tenemos necesidad de tensionar tanto las formas y las cuerdas para defender la democracia y, dentro de ella, nuestros derechos y libertades. Lo que yo quiero decir, porque lo creo posible, es que me gustaría ganar esta batalla sin perder la finura y la elegancia democrática que dan testimonio de cómo son y funcionan las entrañas del sistema.
Lo que hagan los malos, allá ellos. Pero los buenos tenemos que hacer las cosas con rigor irreprochable. Porque no hay congruencia -decía Séneca- «si mulam calcibus repetas et canem morsu», es decir, si respondemos a las mulas con coces y a los perros con mordiscos.