Ayer hablábamos de un tipo de nihilismo consciente y pensado: el de los jóvenes rusos del siglo XIX, que, dando por hecho que la vida humana no tiene sentido, mataban y se mataban para destruir toda forma de autoridad y poder. Pero también decíamos que aquella filosofía asesina era expresión monstruosa de un tiempo de transición: el mundo feudal ruso ya había agotado su capacidad de transmitir sus viejos valores, mientras que el nuevo mundo burgués, diluido en la inmensa pobreza del pueblo ruso, carecía de capacidad sugestiva.
En ese largo y tenso periodo que va de la decadencia del modelo zarista a la nueva era bolchevique, se manifestaban otras formas de nihilismo. Formas inconscientes e instintivas de jugar despectivamente con la vida humana. Una de las más populares fue el juego de la ruleta rusa. Nació en Polonia poco después de la invención del revólver de tambor y se puso de moda entre los jóvenes de buena familia de San Petersburgo. En los momentos de euforia alcohólica, a menudo en tabernas que equivaldrían a lo que hoy llamamos botellón, jóvenes aristócratas, burgueses o militares cargaban una sola bala en el tambor de su revólver, lo hacían girar vigorosamente, apuntaban a la propia sien y disparaban.
Ahora también estamos en una época de transición: el viejo mundo no acaba de morir y el nuevo no acaba de nacer. Abundan en la cultura contemporánea expresiones triviales de desprecio de la vida humana. El hedonismo extremo, por ejemplo, tiene una gran aceptación en los medios y en las redes sociales. Esto explica que, a pesar de la obsesión que tenemos por la seguridad, esté tan extendida la degradación física o mental por causa de la droga, la ingesta compulsiva de alcohol y ansiolíticos, la velocidad asfáltica, los deportes de alto riesgo, el culto retórico a la violencia, las sectas y bandas tribales.
En este contexto, los más frágiles y cándidos son más fácilmente arrastrados al desequilibrio personal. De eso trata, indirectamente, una curiosa historia que explica Jean-Claude Carrière, en El segundo círculo de los mentirosos (Debate). En 1845, un actor polaco recibió la proposición de representar una obra. En el tercer acto, su personaje apostaba a la ruleta rusa y ganaba. Sin avisar a sus compañeros ni al director, aquel actor decidió poner una bala de verdad en la pistola con que representaba la escena. No sabemos si este hombre era nihilista o simplemente estaba deprimido, el hecho es que durante muchos días se estuvo jugando la vida de verdad en la tercera escena. Tuvo una suerte extraordinaria. La fatídica bala nunca salió disparada.
Un día, el actor se despertó con la fiebre muy alta. Se encontraba tan mal que hizo avisar al director para hacerle saber que estaba enfermo y que aquella noche no podría actuar. El director llamó a un sustituto, el cual, felicísimo por la oportunidad que le daban, pasó el día memorizando el papel. Se puso el traje del actor, cogió su pistola y actuó maravillosamente. Hasta el tercer acto. Hasta que la pistola se disparó.
LA VANGUARDIA