Ridículamente desesperante

El psiquiatra Paul Watzlawick, en ‘How real is real’ (1976), explica que la emperatriz María Teresa (1717-1780) -archiduquesa de Austria y reina de Hungría y Bohemia, entre otros títulos- creó una alta condecoración al valor militar, la Orden de María Teresa, vigente en Austria hasta pasada la Primera Guerra Mundial y en Hungría hasta casi el final de la Segunda. La distinción se daba -Watzlawick dice que con «una sublime inconsecuencia»- a los oficiales que, tomando una iniciativa propia y desobedeciendo las órdenes superiores, conseguían llevar sus soldados a una gran victoria. Huelga decir que, si la iniciativa terminaba mal, en lugar de la condecoración los oficiales desobedientes eran llevados ante un tribunal militar… El psiquiatra de origen austriaco atribuye esta divertida y contradictoria condecoración al carácter de una nación que, cuando las circunstancias bélicas la han puesto en una situación de grave desventaja, ha respondido con el siguiente lema: «la situación es desesperada, pero no es seria».

El comentario de Watzlawick me ha transportado inmediatamente a la situación que estamos viviendo los catalanes. Aquí también podemos decir que la situación es desesperada, pero que no es seria. Por lo menos, en el sentido de que al gravísimo desafío soberanista España sigue respondiendo de manera nada seria, a menudo de forma grotesca y casi siempre ridículamente. De modo que el Estado español aún desespera -y exaspera- más a los catalanes, en un círculo vicioso -o virtuoso, para los independentistas- de nunca acabar. Desde el caso de las imputaciones por la celebración de la consulta popular del 9-N hasta la anulación del decreto de pobreza energética, pasando por los requerimientos a los ayuntamientos y, en general, las suspensiones y sentencias del Tribunal Constitucional, con el tiempo -y una vez acabado el conflicto- todas estas decisiones judiciales constituirán unas de las páginas más absurdas y a la vez más humorísticas de la historia de la relación entre las naciones catalana y española.

Pero, sobre todo, nuestra situación aún se acerca más a la descrita por la Orden de María Teresa. Aquí también estamos ante la necesidad de desobedecer para cumplir la voluntad democrática que se expresa en la mayoría parlamentaria. La dificultad, sin embargo, se encuentra en el hecho de que sólo podemos premiar la desobediencia a condición de lograr la gran victoria que se busca, porque si no también acabaremos ante un tribunal militar, pero de otro ejército. ¿Quién decía que teníamos que ser como Austria?

De momento, y mientras no llega la gran desobediencia final -que no puede ser otra que la de obedecer el nuevo ordenamiento jurídico que nos otorguemos los catalanes en un referéndum democrático-, quizá nos deberíamos limitar a aplicar aquel otro viejo principio que, al parecer, se extendió entre los funcionarios de las colonias de las Indias para evitar cumplir las órdenes de imposible cumplimiento que les llegaban de Felipe II. Me refiero al «se obedece, pero no se cumple». Un principio que, según algunos expertos, se podría relacionar con los derechos derogados por el Decreto de Nueva Planta, con el antiguo «pase foral» de las diputaciones vascas, con la «sobrecarta» navarra o con el derecho de «nulificación» defendido por John C. Calhoun (1782-1850), por el que los estados de la Unión tendrían el derecho a desobedecer una ley federal injusta. Los posicionamientos del gobierno catalán de esta última semana ante las pretensiones del ministro Montoro de forzar más austeridad presupuestaria o ante la anulación del decreto de pobreza energética hacen pensar: se obedece, pero no se cumplirá. Vamos por el buen camino.

ARA