Recordar y escribir

Ustedes deben recordar aquel cuento insigne de Borges que se llama «Funes, el memorioso». Ireneo Funes, un joven del pueblo de Fray Bentos, creo que en el norte de Argentina y en todo caso junto a un gran río, se cayó de un caballo a los diecinueve años, a partir de ese día no pudo caminar más, y se acordaba de todo. Absolutamente de todo. Nosotros, dice Borges, de un golpe de ojo percibimos tres copas en una mesa; Funes, todas las ramas y ramos y frutas que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes de la hora del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Podía reconstruir todos los sueños, todos los medios sueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero: no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había exigido un día entero. Funes vivía, tullido, en una habitación oscura en el fondo de un patio. Desde allí, recordaba cada hoja, cada insecto de cada minuto de cada día, y reconstruía el mundo con todos sus detalles, matices, inglés, rincones, emociones, palpitaciones y nubecillas deshilachadas. Si hubiera nevado en su país, habría recordado cada copo de nieve en cada momento de la caída.

La pregunta -que Borges no se hace, pero que ahora nos podemos hacer nosotros- es ésta: Ireneo Funes no podía, obviamente, escribir sus memorias, porque habría sido una tarea infinita, ¿pero habría podido simplemente escribir? La materia de donde sale la escritura debe tener, por fuerza, muchos más vacíos que llenos: no puede cubrirlo todo -lo que sería más que humano-, ni en el pasado ni en el presente. Nadie puede reconstruir la perfección de un solo instante del tiempo, ni aprovechando el archivo más rico, porque nadie puede, tampoco, construir perfectamente un mínimo instante presente. Excepto Ireneo Funes, que lo veía todo, esa es la cuestión: lo recordaba todo de cada instante, porque percibía la imposible riqueza del instante. Como el personaje de «Se una notte d’inverno un Viaggiatore», de Italo Calvino, en el cuento inacabado de los japoneses, cuando el discípulo le explica al maestro sus progresos en la percepción de cada hoja amarilla de ginkgo un día de viento de otoño, y medita cómo hay que hacer para ver todas las hojas a la vez pero también al mismo tiempo las hojas una a una en cada instante y en cada punto de la caída, y si puede ser no sólo cada hoja sino los matices, los perfiles y los dientes de cada hoja, y luego todas las hojas en tierra una a una y al mismo tiempo todas juntas formando alfombra sin dejar, sin embargo, por ver cada hoja que cae. Es decir, la perfección imposible del instante. Ya ven dónde se puede llegar, haciendo literatura.

Imaginemos, sin embargo, que esa perfección fuera posible: en el prodigio patético de la memoria total de Ireneo Funes, o en el prodigio casi místico de la percepción total en un estudiante de filósofo japonés que encontramos en un cuento de Calvino. Después, si el prodigio de la fábula fuera efectivamente posible, también podríamos imaginar la manera de rehacerlo con palabras, pero eso, para los no dotados para los milagros, ya es otra cuestión. Sin contar que el milagro sería tan grande que no somos ni siquiera capaces de concebirlo. Más aún si las palabras hubieran de escribir sobre hojas de papel, si tuvieran que convertirse en documento: el archivo que ocuparían sería tan infinito como infinitos son los elementos de la realidad de cada instante. En Ireneo Funes el narrador del cuento le dejó unos volúmenes con las Historias naturales de Plinio, en latín, y Funes no sabía latín. Pero cuando el narrador lo visita ya había aprendido y «resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables…”, y luego supo que las palabras que Funes recitaba a oscuras formaban el primer párrafo del capítulo vigésimo cuatro del libro séptimo de la Naturalis Historia . La materia de este capítulo es la memoria, las palabras últimas fueron «ut nihil non iisdem verbis redderetur auditum». Probablemente, como parece que quiere decir Plinio, nada nos vuelve al oído con las mismas palabras, quiere decir con los mismos sonidos, como no nos volvemos a bañar nunca en la misma agua del río. Pero si algo podía reproducir Funes sin limitar ni traicionar su riqueza, eran justamente las palabras escritas: sólo lo que ha dicho o escrito al menos una primera vez puede ser reproducido de manera perfecta. Cuando nuestra memoria finita no se transforma en palabras, sirve pues de poco: al menos, ciertamente, no sirve para escribir. Y no sirve tampoco para hacer historia.

Ya se sabe, sin embargo, que hacer escuchar, o hacer leer, las cosas con las mismas palabras con las que fueron dichas por primera vez, es una pretensión desmesurada y quizá incluso satánica, ya que los humanos raramente somos divinos, y el paraíso original duró poco. Pero siempre hubo una primera vez para las palabras cuando a alguien le llegaron a la conciencia -antes decíamos al alma, pero ya no es ni moderno ni correcto, quizás- o se le quedaron en la memoria no del todo consciente. Una primera vez, pues, para las palabras y para su asociación con las emociones, con las caras de algunas mujeres o de algunos niños, con el color de una bebida, el olor de la tierra cuando llueve, el gusto de alguna piel probada, todas estas cosas con las que luego se hacen poemas o páginas de prosa. Es indiferente que los narradores presentamos las historias como fruto visible de un pasado personal o del pasado del héroe que las narra, o que las presentamos como una invención desligada por completo del concepto histórico o psicológico de memoria.

No importa: la materia narrada aparecerá o no como memoria, pero los materiales mismos de la construcción narrativa, las caras y los ojos, las pieles, los colores y los olores, la música de los sonidos, son memoria y no podrán ser otra cosa. Es cosa de poeta romántico, dirán ustedes. Pues no señor: no es cosa de poeta romántico, sino de todos los que queremos hacer esta cosa tan misteriosa que se llama literatura. Esta cosa que no se puede hacer, obviamente, sin palabras escritas, sin letras, que por definición son su materia. Pero tampoco se puede hacer sin la infinita riqueza de los recuerdos.

 

Publicado por Avui – El Punt-k argitaratua