Imagínense que les llega por correo un manuscrito de 600 páginas, escrito todo en mayúsculas, en letra apretada y papel naranja brillante. Imagínense que el manuscrito viene con una carta adjunta donde la autora, una tal Charlotte Bach, explica que ese tocho es sólo el prólogo de un proyecto de obra de cinco mil páginas que explicará fuera de toda duda que el motor de la evolución humana son las desviaciones sexuales. Imagínense que tienen tiempo de sobra para ponerse a hojear el manuscrito, y de a poco descubren que están frente a una mente absolutamente brillante, que va y viene por todo el bagaje cultural europeo, de Kant a Freud, de Darwin a Einstein. Imposible decir si el argumento que sostiene es correcto (“Fue un fetichista de pies el que inventó los zapatos, fue un fetichista del pelo el que inventó los sombreros, somos una especie inmadura con un profundo anhelo psicológico de fundirnos con el sexo opuesto. Ese anhelo lleva a la desviación sexual. Ese anhelo es el que produjo la transformación de nuestros instintos en intelecto. Cada paso que da el ser humano en la resolución de este conflicto interior produce un incremento de la inteligencia”), porque el manuscrito en cuestión sencillamente supera nuestro entendimiento.
Los que hayan trabajado en editoriales saben de qué hablo. Originales así les llegan de tanto en tanto, generalmente expedidos desde manicomios o prisiones. Pero no era ése el caso de Charlotte Bach. La susodicha vivía repancha en Londres, en distintas pensiones de las que escapaba para no pagar, mientras bombardeaba con su manuscrito a profesores de Oxford, conductores de televisión, editoriales, fundaciones, y hasta al Primer Ministro y a la Reina. Hoy llegaría a las primeras planas del mundo en cuestión de segundos, pero eso no pasaba en la Inglaterra de los primeros años 60. Quienes tenían la condescendencia de recibirla en persona se encontraban con una cuarentona lésbica de metro ochenta y cinco y acento centroeuropeo, vestida como un ama de casa inglesa de posguerra y pintada como una puerta, que al despedirse era capaz de clavarle un beso de lengua hasta la garganta al espantado incauto que la había recibido.
Varias veces a lo largo de su vida estuvo Charlotte Bach a punto de acceder al parnaso que creía merecer (“Explíqueme por qué no me dan el Nobel, simplemente explíqueme”), pero su temperamento arruinaba siempre la oportunidad: si no era el beso de lengua, era la exigencia de agregar un apéndice de 900 páginas a su manuscrito, o una negación a rajatabla (en la única charla que dio en Oxford) a explicitar las múltiples citas de ilustres y de completos desconocidos que poblaban su texto. Murió inédita y anónima en 1981. Cuando su cuerpo llegó a la morgue y lo desvistieron se descubrió que su pecho protuberante era de gomaespuma y que tenía pija: Charlotte Bach era un hombre.
En un testamento que dejó a un abogado, junto con un baúl de cuadernos, fotos, documentos y recortes (el abogado se ocupó de aclarar que sus servicios habían quedado impagos), Charlotte confesaba que su nombre real era Carl Hajdu, que había nacido en Hungría y llegado a Inglaterra con la primera oleada de refugiados de posguerra, que su insólita educación autodidacta (“A los once leí una historia del mundo de dos mil páginas. A los doce, La Interpretación de los Sueños de Freud y a los quince la Crítica de la Razón Pura de Kant. No digo que lo entendí todo, pero sí que lo leí todo”) le permitió pasar por conferencista y conde (su padre era sastre, el pequeño Carl aprendió desde chico a imitar modales y manierismos de los clientes ricos que iban a hacerse trajes).
Trabajando de mozo en un hotel en Brighton conoció a una divorciada otoñal, eterna aspirante a actriz, y se casó con ella. Partieron a Londres, alquilaron un piso, Carl iba a dar charlas, Phyllis iba a comandar un grupo de Divorciados Anónimos, todo salió mal: el matrimonio y los negocios. Carl tuvo un ataque de nervios, fue a tratarse con un hipnotista, volvió con una nueva personalidad: Michael B Karoly, hipnoterapeuta. Puso avisos en los diarios (que dejó impagos), empezaron a llegarle clientes al piso (que tenía impago), lo llevaron a juicio y le declararon la bancarrota, Phyllis lo dejó y poco después murió en un accidente automovilístico. Carl se encerró en el departamento de su esposa muerta, empezó a escribir como un poseso y salió por primera vez a la calle, cuarenta días después, vestido con ropa y peluca de Phyllis. Había nacido Charlotte Bach (“Fueron mis cuarenta días en el desierto, el momento en que todas mis lecturas se orientaron como una flecha”).
En las sucesivas pensiones que ocupó y abandonó, los patrones creían que tenían dos inquilinos: el profesor Michael Karoly y la doctora Charlotte Bach. Una tercera encarnación atendía discretamente a domicilio: Madame Daphne LyellMarson, una dominatrix que ofrecía servicios duales, de azotes primero y de charlaanálisis después, y que llegó a tener entre sus clientes a un príncipe africano, un cirujano eminencia, un coronel retirado y un don de Oxford. Todas esas conversaciones iban a parar a Homo Mutans, Homo Luminens, el magnum opus de Charlotte.
Uno de aquellos clientes le concedió una pensión vitalicia como viuda. Para entonces Michael Karoly sólo salía a la calle una vez al mes, a cobrar su cheque de desempleado; el resto del tiempo era Charlotte, vestida con la ropa de Phyllis. Como Charlotte escribió su libro, como Charlotte arruinó las oportunidades que tuvo de darlo a conocer al mundo, como Charlotte fue repetidas veces arrestada por solicitar “favores masculinos vestido de mujer en lugares públicos”, y como Charlotte murió, sola, en su cama, un cuarto de pensión cuya puerta debió ser derribada luego de repetidas denuncias de podredumbre por parte de los vecinos. Pero los forenses hicieron el certificado de defunción a nombre de Carl (Karoly) Hajdu, varón, húngaro, desempleado.
No tuvo mejor suerte postmortem: hay por lo menos media docena de libros sobre Charlotte Bach (uno de ellos fue escrito por un conocido y respetado biógrafo de Marx, Francis Wheen, quien se tomó el trabajo de chequear y desenredar verdad de mentira en los contenidos de aquel baúltestamento), no queda uno solo de los trapitos sucios de Carl, Charlotte, Karoly y Madame Daphne que no haya visto el sol, el caso Bach se discute y se usa de ejemplo en foros y congresos que van de los estudios queer a los de genética, pero nadie hace el menor esfuerzo por dar a conocer el inconcluso y disperso magnum opus Homo Mutans, Homo Luminens, e incluso aquel manuscrito de 600 páginas escrito todo en mayúsculas sobre papel naranja brillante permanece inédito hasta el día de hoy: sólo se puede consultar el original a pedido, en los archivos de la London School of Economics, no me pregunten por qué.
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