Pretorianos

Se entiende por pretorianismo aquella situación en la que un cuerpo armado se erige en poder fáctico y es capaz de imponer sus exigencias al poder formal, de dictarle qué puede hacer y qué no debe hacer o, en casos extremos, decidir quién debe ocupar este poder. El ejemplo canónico y que ha dado nombre al fenómeno es el de la Guardia Pretoriana del Imperio Romano, que, desde el siglo I, a cambio de ver consolidados sus privilegios o de recibir generosos sobornos, investía o asesinaba emperadores. Otro caso bien conocido es el de los jenízaros, soldados de élite del Imperio Otomano y escoltas de los sultanes que, a partir del 1600 aproximadamente, dieron varios golpes de estado y bloquearon intentos de reforma que amenazaban su posición antes de ser disueltos y liquidados -físicamente liquidados- en 1826.

Sin ir tan lejos ni en el espacio ni en el tiempo, la España de los siglos XIX y XX nos ofrece un ejemplo destacado de pretorianismo contemporáneo. Sobre todo durante la Restauración alfonsina (1875-1931), unos militares con pocas victorias exteriores para celebrar se autoconvencieron de que eran los depositarios del patriotismo, los guardianes de las esencias nacionales y, por tanto, que tenían el derecho, incluso el obligación, de irrumpir en la política, de hacer caer ministros y gobiernos enteros, de imponer leyes siempre que consideraran aquellas esencias amenazadas o traicionadas.

Este pretorianismo del ochocientos y el novecientos españoles también tenía sus ámbitos de cultivo y propagación, sus chats corporativos. Eran las interminables conversaciones entre oficiales ociosos en las salas de banderas de los cuarteles. Eran, sobre todo, los periódicos militares que los uniformados leían con fruición: cabeceras como ‘La Correspondencia Militar’, ‘El Ejército y la Armada’, etcétera. Es en sus páginas donde, a lo largo de los años, se fue destilando el anticatalanismo que desembocaría en el asalto al ‘Cu-cut!’ y a ‘La Veu de Catalunya’, en noviembre de 1905; es allí mismo donde se construyó la mentalidad de «salvadores de la patria» que conduciría a los golpes de estado de 1923 y de 1936.

Parecía que, tras las reformas del ministro Narcís Serra (1982-1991), en España el pretorianismo clásico había quedado reducido a un puñado de viejos oficiales nostálgicos; más o menos aquellos que, no hace mucho, se manifestaban contra la exhumación del cadáver de su ‘caudillo’. Pero la semana pasada descubrimos que se ha configurado un nuevo pretorianismo, un pretorianismo togado. No se trata sólo del espíritu de cuerpo, del corporativismo que afecta tantas otras profesiones, porque los jueces son un colectivo al que la sociedad ha ‘armado’ con un arma temible, que sólo ellos poseen: la de privar de libertad y de derechos civiles, durante años o decenios, a sus conciudadanos. Es por ello que sus actitudes y opiniones no pueden ser valoradas como las de los médicos, los taxistas o los controladores aéreos.

Y la imagen que ofrece el chat del CGPJ -no una conversación robada en un bar de copas, sino un canal oficial de comunicación interna- es escalofriante. Decir que los manifestantes independentistas son criminales, violentos, extremistas y participan en «idioteces»; emplear -¡unos jueces!- despectiva terminología preconstitucional para referirse a Cataluña («la región»); comparar a Puigdemont con un violador, calificarlo de «hijo de puta»; hacer irresponsables alusiones a una guerra civil, aludir a «la bandera golpista de la estrella gamada»: muchos de estos son comentarios que en boca de cualquier otra persona la llevarían ante los tribunales por injurias o por delito de odio. ¡¡¡Pero resulta que los que se expresan así son precisamente los que forman los tribunales!!! Afirmar que el independentismo es «puro nazismo» y, a continuación, tachar a sus líderes de virus, gérmenes o cerdos representa el colmo de la falta de vergüenza, porque la deshumanización, la animalización del otro, es, precisamente, una de las características básicas del nazismo, precondición para los crímenes de masas.

Que los autores de estas expresiones, que los poseedores de la mentalidad y la ideología que hay detrás de ellos, no son simples funcionarios públicos, sino unos pretorianos, lo demuestra la extrema timidez de las reacciones políticas e institucionales que el célebre chat ha suscitado. Si, asustada por el ruido de togas, la ministra de Justicia ya corrió a rectificar hace unas semanas y dio al juez Llarena el máximo amparo jurídico en Bélgica, ahora su colega Meritxell Batet se ha limitado a decir que las palabras de los jueces «no son edificantes». Otras voces aseguran que se trata de una minoría. Si fuera así, ¿cómo es que el mismo foro no ha habido una avalancha de intervenciones arrinconando a los extremistas y haciendo prevalecer la medida y la ponderación?

Uno de los jueces chateadores dictamina: «Con los golpistas ni se negocia ni se dialoga». Es una opinión libre en boca de un columnista o un político, claro, pero se convierte en peligrosamente antidemocrática cuando quien la formula, o sus amigos, tienen la capacidad de sabotear eventuales diálogos o negociaciones a golpe de sentencia judicial.

ARA