Parlamento y hegemonía política

La división de poderes y toda la discusión que ha tenido lugar para su realización efectiva y las normas jurídicas surgidas desde su advenimiento son el resultado de la lucha entre la sociedad civil y la sociedad política. Toda la ideología liberal, con sus fuerzas y sus debilidades, se puede resumir en el principio de la separación de poderes, y es bien conocido el origen de la debilidad del liberalismo: la burocracia, o sea, la cristalización del personal dirigente, que ejerce el poder coercitivo y, en un determinado momento, se convierte en casta -en España se está produciendo este fenómeno a los ojos de todos, sólo hay que escuchar a la vicepresidenta del gobierno en sus ruedas de prensa de los viernes-. En la cadena de los poderes de un Estado, el parlamento está encima de todo; a continuación viene la magistratura; y finalmente, el gobierno. Todos ellos deben ser los órganos de la hegemonía política, pero es en el ámbito de la magistratura, de la aplicación de las leyes, donde las irregularidades causan una impresión más calamitosa. Y es también aquí donde nace el problema de la legitimidad de un Estado, el mantenimiento de su hegemonía. En Cataluña, el problema presenta unas características propias. Aquí, la separación de poderes adquiere la forma de una fractura entre la sociedad civil, que en las elecciones del 27 de septiembre ha dado mayoría a sus representantes independentistas, y la sociedad política, que, limitada por la legislación autonomista española, debería aplicar unas leyes que son inútiles para reparar la fractura. Como no se dejan hacer leyes nuevas, y el viejo personal político autonomista ha entrado en crisis, al nuevo parlamento no le quedará más remedio que buscar una nueva relación con la sociedad civil. De la calidad de esta relación dependerá, en gran medida, la posibilidad de crear una nueva hegemonía.

Pero la sociedad civil es, también, el espacio de la redistribución de la riqueza, que, en estos momentos, viene determinada por una política económica que limita drásticamente tanto las posibilidades de encontrar trabajo como las oportunidades de prosperar de la mayoría social. También, en este ámbito, la sociedad política se ve limitada por las leyes autonómicas, en particular, por el control del déficit público a cargo del gobierno central y la imposibilidad de buscar fuentes propias de financiación. Sin disponer de capacidad para hacer y aplicar leyes propias, la actual sociedad política catalana está abocada a convertirse en residual, porque la tendencia en Europa no es la de redistribuir los poderes, sino la de concentrarlos. En efecto, la política económica dictada por Bruselas y ajustada a los intereses alemanes requiere una férrea centralización del poder político para aplicar sus directrices. De modo que la sociedad política catalana no puede, por un lado, poner en juego factores económicos que permitan movilizar fuerzas activas dentro de la sociedad civil y, por otro lado, se encuentra limitada por la legislación española y las severas medidas europeas. Sin un nuevo pacto con el Estado, la situación lleva al colapso; con un nuevo pacto con el Estado, nos encontraremos con una reedición de los males que han abocado a la fractura presente. En ambos casos, se hace imposible restablecer una relación nueva entre sociedad política y sociedad civil: la primera, se convertiría en una élite provincial española, como en tiempos franquistas; la segunda se vería ahogada económica, social, política y culturalmente. El nuevo parlamento autonómico está obligado a actuar como desatascador comprometiendo la parte más dinámica de la sociedad civil en la creación de la hegemonía de un nuevo Estado.

EL PUNT-AVUI