Muerte en dos actos (Parte 1) En los campos de Noain

Hace casi dos meses que volví a ver mi hogar. Pero aún no somos libres. Sentado, miro con nostalgia la ciudad que me vio crecer. Allá a lo lejos se alzan los muros de Pamplona, recordándonos por qué luchamos; recordándonos por qué estamos aquí. Hoy es 30 de Junio y voy a morir por mi Reino.

Esta es la triste historia de una injusticia. De unos hechos de armas y políticos que mutilaron la independencia del viejo Reino de Navarra. En los años que duró la conquista se dieron numerosas historias dignas de contar, pero solo deseo cantarles dos. Dos momentos que supusieron mucho para todo un pueblo. Uno colmado de sangre y otro rebosante de valor. Pero como toda buena historia debo ponerles en antecedentes.
Corría el año 1512 cuando el rey Fernando, llamado “el Católico” decidió incorporar a sus posesiones el reino de Navarra. Un poderoso ejército al mando del Duque de Alba consiguió tomar la ciudad de Pamplona el 25 de julio de ese año. Nuestros monarcas debieron retirarse a sus posesiones en la Baja Navarra al no poder hacer frente a la poderosa invasión. Todo el reino tembló. Dividido como estaba desde hace años en dos grandes facciones, unos apoyaron la conquista y otros se mantuvieron fieles a sus verdaderos monarcas. Fueron muchos años de negociaciones y hechos de armas. Varios intentos de reconquista fueron frustrados y así, sin detenernos en detalles, llegamos al año de 1521.

Hace calor. Estamos todos bastante preocupados ya que el enemigo nos ha cortado el paso hacia Pamplona. Detrás de nosotros se alza la sierra de Erreniega y delante los pabellones de Castilla. Claramente nos superan en número. Muchos se preguntan por qué nuestro comandante no espera a que vengan en nuestra ayuda las tropas que tenemos en Pamplona y en Tafalla; yo no lo se y si soy sincero ni me interesa. Somos menos, eso sí, pero este es nuestro hogar y con eso basta. Hace poco que nos han dado la orden de prepararnos. En unas pocas horas oscurecerá, pero es mejor no esperar más. Quizás la sorpresa desconcierte al enemigo y nos ayude en la batalla.

Reinando en España Carlos I las Comunidades de Castilla se alzaron contra el emperador. Esas luchas intestinas fueron aprovechadas por el monarca francés Luís XII y por el navarro Enrique II para lanzar otro intento de reconquista. Cuando las tropas franco-navarras al mando del general francés Andrés de Foix, señor de Asparrots, cruzaron los Pirineos los dioses estaban con ellas. Las principales poblaciones del Reino se alzaron expulsando al invasor. Pamplona, Estella, Tafalla y Tudela volvieron a enarbolar el estandarte de Navarra en sus torres. Poco a poco una columna de unas 12.000 almas se dirigió a la capital para acabar con la resistencia de un grupo de castellanos que permanecían en el fuerte de Fernando el Católico (situado más o menos bajo donde hoy está la Diputación de Navarra). Una dura lucha se desarrolló a la sombra de esos muros. Pero al final la ciudad volvió a sus legítimos dueños.

Nuestra artillería ha comenzado a vomitar fuego sobre el campamento enemigo. Parece que les ha cogido desprevenidos. Aún con el ruido de nuestros cañones se pueden oír los sonidos de la muerte y el terror en sus filas. Gritamos jubilosos y nos lanzamos al ataque. Ellos están aquí cumpliendo órdenes, nosotros buscamos recuperar lo que esos bastardos nos arrebataron.

Una vez recuperada la capital, los mandos decidieron avanzar hacia el sur. Recorrieron toda Navarra hasta llegar a los Arcos a la que debieron someter por las armas, ya que se mantenía fiel al emperador. Andrés de Foix decidió avanzar hacia Logroño para atacar a los españoles en su propio territorio. Pero la guerra civil en Castilla terminó antes de lo esperado y cogió por sorpresa al francés. La jugada le salió mal, ya que su majestad hispana levantó un poderoso ejército de unos 30.000 soldados que avanzaron hacia las tropas franco-navarras. Éstas rápidamente se retiraron hacia Pamplona, debido a que sus fuerzas eran mucho menores que las del emperador.

Los prados están llenos de cadáveres y cuerpos mutilados. Nuestro ataque ha surtido el efecto deseado y les hemos infringido un duro castigo. Pero por muy bien que luchamos ellos son muchos más. La situación es desesperada, pero pelearemos hasta la muerte si es necesario. Tal vez desde Pamplona se escuche la batalla. Tal vez salgan en nuestra ayuda.

Durante el avance hacia la capital los castellanos no buscaron enfrentarse al ejército de reconquista. Únicamente hostigó su retirada en la retaguardia. El destino y quizás el mal hacer del Señor de Asparrots fueron los causantes de lo que iba a ocurrir. Las tropas franco-navarras acamparon en las faldas de la actual sierra del Perdón. Los castellanos supieron actuar con astucia y cortaron el paso a éstas colocándose entre ellas y la capital. El mando francés no supo esperar los refuerzos que podían llegar de Pamplona y Tafalla y decidió plantar batalla en los campos que se extienden cerca de Noain y Salinas de Pamplona. Un error que lo pagó muy caro.

En el fragor de la batalla nuestros cañones enmudecen. Con horror vemos cómo la caballería castellana ha logrado rodear nuestra posición y atacar nuestra artillería. Al igual que nosotros también el enemigo se percata de lo ocurrido y con un grito desgarrador toda su infantería nos ataca. La situación es desesperada, ya no es una batalla, ahora es un suicidio. Aunque quizás siempre lo había sido, pero eso ya no importa ahora. Sigo dando espadazos a diestro y siniestro hasta que algo me golpea en la cabeza y todo se oscurece.

La batalla fue totalmente desigual. Los castellanos triplicaban en número a los franco-navarros. Según las crónicas ésta comenzó dos horas antes de atardecer, simplemente fue una acción desesperada. Cuando los últimos rayos de sol iluminaban las cimas de los montes más altos, la oscuridad se extendía por los prados de Noain. 5.000 valientes habían entregado su vida por su hogar, por su patria. Y ahora su sangre regaba la tierra que a muchos de ellos vio nacer. Junto a éstos únicamente 300 castellanos compartieron su destino. Esta batalla supuso un antes y un después en la reconquista del Reino de Navarra. Aunque no todo termino aquí. Hubo otros hechos heroicos que aún resuenan en nuestros oídos; como los ocurridos en el castillo de Amaiur, pero esa es otra historia.

Hoy los campos que vieron morir a tanta gente siguen ahí. Podéis acercaros y caminar sobre la tierra que recibió con tristeza los cuerpos de tantos paisanos. Aún hoy se pueden escuchar en las tardes de los 30 de junio los gritos de libertad de un pueblo.

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Muerte en dos actos (parte 2). Recuerdos en la oscuridad

Pamplona. 5 de agosto de 1522.

La noche era oscura. En el firmamento una luna nueva se ocultaba de la vista de los pocos que aún se mantenían despiertos. La ciudad dormía y la fortaleza castellana velaba sus sueños, vigilaba a todo un pueblo. La pétrea mole de Fernando el Católico se alzaba orgullosa en el corazón del reino conquistado. En su interior, una serie de fuegos alumbraban los paseos de guardia y el patio de armas, creando movimientos de luces y sombras, como antiguos danzantes en hogueras de verano. La mayoría de sus ocupantes hacía tiempo que caminaban por el mundo de los sueños. Y digo la mayoría, porque esa noche había quien no podía cerrar los ojos, por trabajo, o porque los recuerdos no le dejaban descansar.
De los muros que daban al patio de armas se abrían unas pequeñas ventanas a ras del suelo, cerradas por gruesos barrotes. Eran los calabozos de la fortaleza. Y en ellos había aún gente despierta. Si alguien se hubiera acercado a estos ventanucos, escucharía a alguien gritar, insultar y pedir justicia. Oiría la canción de los condenados. Y después de que se le hubiera acostumbrado la vista a la oscuridad, hubiese podido ver en una de las celdas una silueta sentada, pensante, silenciosa.
Don Jaime Velaz escuchaba a su hijo cómo increpaba a sus carceleros, mientras éstos se mofaban de él. Era joven y fogoso, él ya era viejo y sabía callar y esperar. La poca luz que entraba de las hogueras del patio iluminaban un calabozo casi vacío, únicamente ocupado por la oscuridad y los pensamientos de su inquilino. La pesada puerta se abrió y unas manos anónimas dejaron en el suelo un plato con lo que parecía carne y un vaso de lo que al poco vio que era vino. Caminó hacia los presentes, acompañado por el ruido de las cadenas; comió, bebió y al poco regresó de nuevo al lugar donde lo habíamos encontrado. En silencio, siguió escuchando las burlas de unos y la impotencia de otro. El ruido de las ratas que se ocultaban en las sombras le hizo volver en sí. Levantó las manos hasta que la luz exterior iluminó sus palmas. Las miró. Fuertes, callosas, sembradas de testigos de una dura vida de armas. Y entonces se puso a recordar.

Su mente viajó unos cuantos meses, aunque se le antojaron siglos, hasta aquel día en el que las banderas navarras cruzaron los pirineos de nuevo, buscando recuperar lo que les había sido arrebatado. ¡Qué orgullosos iban! ¡Cuanta valentía y esperanza portaban consigo! Se vio a si mismo frente a la fortaleza de Amaiur, entonces ocupada por los castellanos. Con poco tomaron el castillo, perdonando la vida a todo aquel que dentro se encontraba. Fueron horas gloriosas. El pendón del rey legítimo ondeaba de nuevo en el valle. Recordó cuando le nombraron alcaide del castillo, recordó cuando tenía algo que proteger y defender. Pero poco duró la gloria. Al igual que una tormenta, las tropas del emperador Carlos V poco a poco se acercaron por el horizonte. Se le antojaron como las olas del mar: parecían que se retiraban, pero siempre volvían de nuevo…siempre. Ahora las banderas Navarras únicamente se erguían en los muros de la fortaleza. Junto a él estaba su hijo y doscientos patriotas más. Se vio tumbado en su antiguo lecho, mirando al infinito y preguntándose qué les depararía el futuro. Se vio en las almenas, rodeado de metal y caras amigas, contemplando cómo lo que antes eran árboles que salpicaban el paisaje, ahora eran unos diez mil enemigos que habían llegado con la idea de echarlos de su propia casa. Numerosas bocas de bronce vacías les observaban sin descanso. Recordó el día en que éstas comenzaron a hablar. Eran mediados de julio y le pareció que estaba en el infierno. Pudo ver cada detalle de los intentos de conquista y se sintió de nuevo orgulloso por cómo un puñado de hombres rechazó a un ejercito como aquél por tres veces. Pero al final los números dieron la victoria al enemigo. Se encontró solo, en su lecho, la víspera de entregar la fortaleza. Olió el miedo que le invadió en esos momentos. Aunque sintió orgullo por lo que era, sintió orgullo por lo que estaban haciendo. En sus oídos resonaron de nuevo las promesas de perdón que les hicieron los castellanos y el ruido que hizo la maciza puerta del castillo la mañana del 22 de julio, cuando rendían la posición. Pero no todo fue cómo les habían prometido. A sus compañeros de armas, a sus amigos, se les permitió retirarse. Pero a él y a su hijo no. Recordó las últimas miradas, las últimas frases de aliento de sus camaradas. Era finales de julio, pero en su alma era pleno invierno. A partir de entonces todo se oscureció. Le esperaban un triste camino, un calabozo y unas cadenas.

De nuevo un chillido de rata le devolvió a la realidad. Pero esta vez fue diferente. Perforó la oscuridad y pudo contemplar una de estas pequeñas bestias retorcida junto a su comida, inmóvil, muerta. Se dio cuenta que su hijo ya no gritaba, pero si oyó a sus carceleros. Le llamó y no obtuvo respuesta. Volvió a mirarse de nuevo las manos, pero poco a poco las empezó a ver cada vez más borrosas. Una aguda punzada de dolor le perforó el estómago. Cerró los ojos y ya jamás los volvió a abrir.
Al poco, casi todos los ocupantes de la fortaleza dormían tranquilos. Ya no salían sonidos de los ventanucos que daban a los calabozos. Ahora si se miraba por alguno de ellos únicamente se vería soledad y oscuridad.

Pocos días después, el 12 de agosto, un pastor del valle del Baztán vio a los españoles destruir el castillo de Amaiur, entregándolo a las llamas. Esa noche de verano, alrededor del hogar, contaría a sus hijos cómo le pareció ver al fantasma de Don Jaime Velaz de Medrano, firme en las almenas. Y cuando éstas cayeron, cómo su espíritu subió hacia los cielos mezclado entre la nube de humo. Les contaría su historia y la de todo un reino, para que jamás olvidasen lo que en esta tierra sucedió.

Pedro del Guayo, profesor de Historia.

 

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