Más antiguo régimen que R78

Estos últimos días estoy leyendo “El fascio de las Ramblas” ensayo sobre el origen de la ultraderecha española a cargo de los historiadores Xavier Casals y Enric Ucelay-Da Cal. El libro parte de una tesis provocadora: el totalitarismo hispánico no surge de la Falange castellana de los años 30, sino mucho más lejos en el tiempo y en la geografía. Concretamente, desde La Habana colonial y la Barcelona de principios de siglo XX.

La idea de la pérdida del imperio causó una ansiedad profunda entre lo que podríamos denominar “la casta imperial”, conformada por militares, altos funcionarios y miembros de la corte borbónica, aparte de una especie de clase mercantil monopolística. De modo que cualquier atisbo de autonomía o de búsqueda del entendimiento con la población criolla, no sólo comportaba lo que en castellano llaman “cerrazón” (término difícil o imposible de traducir a otro idioma), sino que no dudaban en dar golpes de fuerza para destituir gobernadores coloniales con talante dialogante, o simplemente eliminar disidentes a base de disparos, torturas o encarcelamientos arbitrarios. Esto quería decir que los militares (o el poder judicial y administrativo) hacía y deshacía a su antojo, con una gran capacidad de amplificar los problemas; buscando la violencia extrema contra los independentistas (quisiera recordar que España inventó los campos de concentración en la guerra cubana de 1895-1898, con cientos de miles de muertos), con los resultados que todos conocemos: la derrota total del Imperio, la irrelevancia internacional, y unos complejos bipolares de inferioridad/supremacismo que afectan a la psicología del buen nacionalista español.

El mismo patrón se siguió en Cataluña, cuando buena parte de estos militares sin colonias y altos funcionarios de mentalidad colonial fueron destinados allí. Intransigencia y violencia contra todo indicio de lo que entonces se llamaba “separatismo”, y que a veces sólo quería decir la ofensa de que los catalanes hablaran catalán en público. Esto incluía las agresiones físicas, detenciones indiscriminadas, represión contra las expresiones de catalanidad (el propio Antoni Gaudí fue víctima de ella), violencia gratuita y trato colonial. También se podía constatar, por ejemplo, en la famosa «ley de jurisdicciones» que implicaba que toda «ofensa a la patria» (del estilo de silbar el himno español en el campo del Barça) pudiera ser juzgada por tribunales militares. Por cierto, que éste fue un hito conseguido después de que canallas con uniforme hubiesen destruido las redacciones del ‘Cu-Cut’ y ‘La Veu de Catalunya’ en 1905. En otros términos, que los comportamientos bárbaros e irreflexivos solían tener premio, condición de lucir una ‘rojigualda’ muy grande.

Cuando el gobierno de Madrid enviaba a algún gobernador dispuesto a buscar el acuerdo con las fuerzas políticas locales o tratar de hacer de mediador con el imponente movimiento obrero cenetista, era saboteado de manera sistemática por militarotes, policías y jueces, hasta que, en alianza con la burguesía catalana colaboracionista, conseguían imponer sus intereses, estética y concepciones políticas. Lo de arrancar lazos amarillos y agredir a gente desarmada por la calle ya lo hacían los protofascistas españoles a principios del siglo XX. Esto incluye, por ejemplo, el sabotaje de la ley de la jornada laboral de 8 horas, a raíz de la huelga de la Canadiense de 1919, que se impidió que fuera efectiva por esta alianza protofascista de fuerzas vivas industriales y fuerzas muertas coloniales. Una alianza, por su parte, que tenía sus réplicas entre los movimientos proto-nazis en Alemania y las primeras experiencias fascistas en Italia. En este sentido, los sables hacían y deshacían con total impunidad hasta la República. Esta vez, furiosos e histéricos, tuvieron que esforzarse más y montar un golpe de estado, una guerra civil, y unos de 600.000 a 800.000 muertos para imponer su voluntad. La diferencia con Alemania e Italia es que estas instituciones (ejército, policía y judicatura) no han rendido cuentas por los muchos crímenes de lesa humanidad perpetrados históricamente.

En la situación actual, el ejército, a pesar de los numerosos nostálgicos que enaltecen la violencia contra quien piensa diferente que ellos (y ante la inoperancia del poder civil, incapaz de hacer cumplir la ley a según quién), ya no tiene el papel que solía tener. Sin embargo, el alto funcionariado estatal, básicamente el estamento judicial (y aquí el término “estamento” tiene toda la intención historicista), parece haber tomado el relevo. La ‘cerrazón’ ante cualquier posibilidad de negociación con lo que, en la práctica, sigue siendo una colonia, una nación oprimida, un cuerpo extraño a su nación, implica estos intentos de desestabilizar al gobierno, de sabotear las decisiones del poder legislativo o de utilizar la prensa afín para llamar a la insubordinación ante un gobierno elegido por las urnas. El golpismo de toda la vida, aunque protagonizado por jueces y fiscales, buena parte de ellos lo son con base en conexiones familiares y estamentales (de conexión con el antiguo régimen imperial).

La cuestión no es menor. Los golpes de estado contemporáneos, salvo en África, ya no los suelen protagonizar los militares, sino tribunales afines a los poderes fácticos, como se ha podido observar en Perú, Bolivia o Guatemala. O cómo tratan de intervenir en política en Estados Unidos, Reino Unido o Francia. Sin embargo, a pesar de que las togas hayan sustituido a los uniformes, la cuestión no es menos grave. La ultraderecha tiene una agenda concreta que colisiona con los derechos humanos o fundamentales como son el derecho de autodeterminación, que también se puede leer como el derecho a que un colectivo nacional no sea oprimido por otro.

Probablemente, la histeria de estos últimos meses responde a que (por suerte, y no se sabe hasta cuándo) no se están saliendo con la suya. Que probablemente se han encontrado ante alguien (Sánchez, aunque también un Puigdemont que no se pliega a sus deseos, y por eso le odian tanto) que no se dejan intimidar. Los gritos golpistas de estos días, y los rezos de rosario colectivos también parecen un indicador de impotencia y constatación de su fracaso. Hay que tomar nota porque al final, el destino de todos los imperios es desaparecer. Y no hay togas o invocaciones divinas que puedan salvarlos.

EL MÓN