Literaturas: de la Biblia al ‘Tirant’

Por una tradición ya respetable, estas semanas de primavera los papeles impresos y encuadernados tienen un (efímero) protagonismo público, pasando por el 23 de abril y por la Feria del Libro de Valencia que comienza el 24, y que se acerca ya al medio siglo de vida.

«La Feria del Libro», dice el programa, «se alza como una pacífica y gozosa fiesta afirmativa que celebra la producción propia y ajena», idea o propuesta que me parece excelente: hablaremos, pues, de libros, y de «la producción propia y ajena», que debería significar también la que procede de, o trata de, otros pueblos y culturas. Lo que, por ponerla en perspectiva, es una gran novedad en la historia de los libros y de su contenido. Tratemos, por tanto, de hacer una brevísima repaso a la historia. Para empezar, la presencia de otros pueblos, gentes, lenguas y culturas, en la literatura antigua, está siempre oscilando entre la extrañeza, la crónica, el horror y el entretenimiento curioso. Desde la Biblia, por ejemplo, que es ella misma una pequeña biblioteca literaria, donde los egipcios, los filisteos, los cananeos, o los babilonios aparecen regularmente como abominables, idólatras perversos y dignos de las iras del Señor o del simple exterminio. El único pueblo respetable a los ojos de Dios somos nosotros mismos, los hebreos, y Dios habla sólo nuestra lengua, que es la lengua. Bueno, más o menos lo mismo que creen o han creído la mayor parte de los pueblos, con un Yahvé o sin. Luego, si desea, las historias de Herodoto, Jenofonte en la Anábasis o Julio César en De bello gallico hacen populares las curiosas costumbres de oriente y de occidente, tan atractivas para los lectores de campañas militares. Pero los pueblos mismos, y menos aún sus lenguas y sus culturas, les interesan poco a los griegos o a los romanos. ¿Y a quien le interesaban los textos escritos en la lengua de los persas, o la literatura oral de los celtas? No era imaginable, ciertamente, una colección de «literaturas orientales» circulando en traducción griega o latina. Y no tengo noticia de que Platón o Virgilio fueron traducidos al caldeo o el egipcio. Simplemente, lo que se hacía, se decía o escribía fuera del propio círculo no existía. Y el único ejemplo de policentrismo es el de la época helenística, cuando junto a Atenas también Alejandría, Antioquía o Pérgamo son capitales culturales: pero era un policentrismo dentro de la lengua griega. Un poco más adelante, cuando el mundo grecorromano se convierte en un mundo cristianizado, ¿qué literatura les interesa a los cristianos? Todavía la latina, un poco la griega, o ninguna.

Y bien, esto ha sido más o menos el estado invariable de las cosas, en nuestro círculo europeo, hasta un tiempo muy reciente. El mundo de la literatura, como los otros mundos, ha sido siempre perfectamente plano, no redondo: tenía un centro, un «nosotros», y periferias más o menos remotas. Como las otras dimensiones de la historia, también la historia de la literatura «universal» (vista desde Europa, claro) ha sido un largo proceso de expansión y de incorporaciones, lentas y dificultosas. ¿Qué sabíamos, por ejemplo, hasta un tiempo muy reciente, de los libros clásicos o populares de las literaturas que desde el occidente vemos como «orientales»? Bien poca cosa. De las literaturas de la India, sólo hemos conocido directa o indirectamente el Panchatantra (alerta, antes ese nombre, junto con el Mahabharata, aparecía en la Historia de la Literatura Universal del bachillerato: ahora en el bachillerato no hay ni historia, ni literatura, ni nada que sea universal), que a través del persa y del árabe llega al latín en el siglo XIII, y de ahí al Calila e Dimna castellano, o al mismo Libro de las bestias de Llull. Después, nada, hasta que a finales del XIX y principios del XX llega a Europa la obra más o menos mística de Rabindranath Tagore. Y el Kamasutra, claro. De la literatura árabe (o persa), los lectores europeos sólo han conocido Las mil y una noches, que es un conjunto de textos de los siglos IX y X, que únicamente serán populares a partir de la traducción francesa de Antoine Galland, de 1704-1715, con la consiguiente difusión de nombres ya tan familiares como Sherezade, Aladino o Ali Babá. Después, nada más, hasta ahora mismo: ¿cuántos europeos habían leído nada traducido del árabe, antes de leer a Naguib Mahfuz? Y para Europa, hasta bien entrado el siglo XX, la literatura de China o de Japón ha sido rigurosamente inexistente.

EL TEMPS