Cuando Amelia Earhart se perdió con su avión en medio del Pacífico en 1937, mi padre tenía catorce años. Arlt escribió una crónica formidable sobre la desaparición: “No se sabe nada de Amelia Earhart”. Arlt se sentaba al lado de la teletipo en la redacción de El Mundo; de los cables que llegaban elegía uno y a partir de esas pocas líneas escribía su crónica del día siguiente. En este caso imaginó la misma noticia escuchada por radio en diferentes lugares del mundo (“Se busca a Amelia Earhart en el Círculo de Howland”). Todos los que oían la noticia miraban hacia el cielo: un lustrabotas en Nueva York, un telegrafista en Atacama, una señora por la calle Florida, un geólogo en una estación polar del Artico, un cronista de sociales en un crucero por el Caribe, un mecánico en un hangar de Australia. Siempre que leo esa crónica agrego a mi padre a la lista, lo imagino volviendo del Nacional Central en tranvía a su casa, porque así lo contaba él: decía que los canillitas de Buenos Aires anunciaban en las esquinas que seguía sin saberse nada de Amelia Earhart (Arlt: “El Círculo de Howland no existe, sólo hay agua y tiburones como torpedos alevosos y un peñasco microscópico que habitan las aves y dos coolies descalzos que palean guano. Amelia Earhart tenía treinta y ocho años, la cara de la actriz Catalina Hepburn y las manos largas y los dedos finísimos del pianista Brailowsky”).
Mi padre amaba los aviones. Aunque fue ingeniero de caminos, por presión de mi abuelo, se pasó la vida mirando al cielo: cuando jugaba al golf (su otra pasión), cuando volvía de trabajar y se sentaba con una cerveza helada en el balcón, cuando hacíamos cada verano el interminable viaje en auto a las sierras de Córdoba (íbamos por una ruta que él mismo había construido, pero de lo que te conversaba, en el trecho del viaje que te tocaba sentarte a su lado, era de los aeródromos que había al costado de la ruta, de los biplanos fumigadores que sobrevolaban los campos, de las estratocúmulus y cirrus y cumulusnimbus que flotaban en el horizonte). Nunca se decidió a hacer el curso de piloto, pero terminó teniendo una compañía de aviones de carga: a los cincuenta años, su mejor amigo, que era piloto, le propuso que dejara todo y se asociara con él. Fueron los años más felices de su vida. Tenían tres aviones nomás, pero llevaban carga a todas partes del mundo, ésa era la tarea de mi padre, que siempre fue cerebrito: la logística de los viajes y de las cargas. El estaba en un escritorio y su amigo volaba. A veces él también iba. Una vez me llevó. Yo tenía catorce, ya nos llevábamos a las patadas, en un intento de acercamiento partimos en uno de sus aviones. Llevábamos caballos a Virginia, los boxes de los animales ocupaban todo el avión, salvo dos cuchetas ínfimas pegadas a la cabina. Antes de despegar el copiloto amartilló una pistola: “Están sedados pero no queremos rosca si se ponen locos allá arriba”. Aterrizamos en Washington, estuvimos sólo un día y volvimos. Ese día en DC se limitó a una visita interminable al Museo del Aire, mirando hasta el tedio el avioncito de los hermanos Wright, el Spirit of St. Louis de Lindbergh, el Lockheed Electra de Amelia, el jet de Chuck Yeager.
Por el lado de mi madre también había aviones: tenía agencia de viajes, la invitaban seguido a lugares raros, promociones de nuevos destinos turísticos, siempre hacía esos viajes con mi padre, que aprovechaba el status de invitado para pedir pasar a la cabina de los pilotos en el avión. Pero además mi madre tenía una amiga de la infancia que era azafata de Pan American de larga data. No sé si yo idealizo o las azafatas de antes podían rozar los cincuenta y seguir siendo atractivas, por no decir irresistibles. Las azafatas de antes encarnaban ese ideal de mujer que es absolutamente femenina y a la vez tiene cabal complicidad masculina con los hombres. Trudy Firmat era así. Jugaba al golf con mi vieja, venía seguido a casa, en esas visitas siempre terminaba charlando con mi viejo de aviones, sentados los dos en el living, ella de piernas cruzadas en una butaquita, con un vaso de whisky en la mano y un cigarrillo en la otra, discutiéndole mano a mano los pros y los contras de modelos de avión, rutas aéreas o estilos de pilotaje. Por Trudy Firmat, cada vez que leo el nombre Amelia Earhart, un resorte en mi cabeza replica: Pancho Barnes.
El mito dice que Amelia era la aviadora más rápida de su época, pero en 1930 Pancho Barnes batió ese record histórico (297 kph) y fue la primera mujer en volar a más de trescientos kilómetros por hora. Pancho había nacido Florence Barnes de padres ricos en California, pero a los dieciocho se escapó de su casa con un amigo y embarcó en un carguero a México. El viaje de vuelta lo hicieron en burro. El amigo era flaco, Florence era rellenita, unos mexicanos la vieron igualita al compadre de Don Quijote y la bautizaron Pancho: pensaron Sancho pero les salió Pancho. El apodo prendió igual y Florence fue Pancho desde entonces. Tomó su primera lección de vuelo en 1928, con un veterano de la Primera Guerra. Con sólo seis horas de instrucción ya volaba sola. Compró su propio avión y recorría la región haciendo un show aéreo con un amigo paracaidista. Uno de los hermanos Wright firmó su licencia de piloto (pero como era bien sabido que estaba en contra de que las mujeres volaran, Pancho se disfrazó de varón para el examen y para la foto del carnet). Fue doble de riesgo en la película Los Angeles del Infierno de Howard Hu-ghes, inauguró la ruta aérea a México, probaba aviones para la Lockheed, decía que Amelia se llevaba toda la publicidad porque su marido (el promotor GP Putnam) la comercializaba sin escrúpulos y la obligaba a proezas aéreas que estaban por encima de sus capacidades. De hecho, cuando Amelia desapareció en 1937, Pancho dejó de volar, pero siguió siendo un piloto entre pilotos, porque compró un rancho pegado a la Base Edwards, en el desierto de Mojave. Al principio sólo les vendía leche y huevos, pero el rancho pronto se convirtió en el segundo hogar de aquellos pilotos que iban a convertirse en los primeros hombres en viajar al espacio. Todos ellos iban a descomprimir al rancho de Pancho, hasta que sus esposas la acusaron de tener un burdel y los jefazos de la Base Edwards le expropiaron la tierra, y mi viejo, según Trudy Firmat, era igual de necio y retrógrado que esos jefazos y esas esposas; sólo una cabeza así podía creer que Amelia Earhart era mejor piloto que Pancho Barnes.
Me acuerdo nítidamente de la escena porque para entonces yo también tenía mi complicidad con Trudy, pasaba cada tanto por su departamento a buscar los discos importados que me traía de sus viajes, estaba perdido de amor por ella, y cuando subió el voltaje en aquella discusión sentí de golpe que mi viejo y ella eran amantes, y eso me voló la cabeza. Al día siguiente fui con cualquier excusa a su departamento y, con una torpeza que les ahorro, intenté perder mi virginidad con ella. Trudy me agarró de la cara con las dos manos para aplacar mi embestida, secó con sus pulgares las lágrimas de ira que me caían por las mejillas y me dijo en voz muy baja, su boca a centímetros de mi oreja: “Me gustan las mujeres, pichón”. Por eso, cada vez que leo el nombre de Amelia Earhart hasta el día de hoy, una voz en mi cabeza susurra con lúbrica añoranza: Pancho Barnes, Pancho Barnes.
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