La rosa de Mitterrand

El día que fue elegido presidente, anteayer hizo treinta años, François Mitterrand cenó en el comedor del Hôtel du Vieux Morvan, en Château-Chinon, con la mujer y algunos amigos. Prohibido hablar de política durante la cena y la sobremesa. A media tarde le dijeron que había ganado, y respondió sólo: «¡Ah, bien!». No parpadeó, dijo luego la mujer. La esfinge, el personaje, la máscara, sabía muy bien qué papel representaba: la nueva esperanza, el triunfo tan esperado de la izquierda (¡esperado inútilmente desde mayo del 68!), Pero sobre todo el triunfo final de su visión del poder. Un presidente como un monarca electivo, como De Gaulle, como Giscard, como Sarkozy, pero no como su adversario Chirac. Y él mismo, el rey François, consagrado como héroe popular después de un pasado que incluía, entre altas sombras turbias, una actitud dudosa durante los años de la ocupación alemana, una protección permanente a uno de los colaboracionistas mes siniestros, el comisario Papon, y otras manchas que fue necesario hacer olvidar. Por la noche, cuando salía hacia París, ya pronunció una de esas frases con las que él mismo se quería definir: «Je mésure le poids de l’histoire, sa rigueur, sa grandeur». El peso de la historia, la grandeza, es decir Francia como cuerpo místico y eterno, entonces encarnado en su persona. Luis XIV sin peluca, Napoleón sin bicornio, De Gaulle sin la altura de gigante, y Maquiavelo en estado puro. Pocos días después, ya presidente coronado, hizo organizar, a efectos de transmisión televisiva, la escena célebre de la visita al Panteón, que es aquel espacio lúgubre con los huesos de los grandes hombres de Francia, algo que sólo tienen allí y en ninguna parte más del mundo, que yo sepa. Bajó del coche con una rosa en la mano, entró por la puerta solemne, recorrió lentamente salas y pasillos funerarios hábilmente iluminados, seguido en todo momento por las cámaras, y depositó la rosa roja ante la tumba de Jean Moulin, el mártir y héroe emblemático de la Resistencia. Ante el emblema, pues, de lo que él no representaba ni habría podido nunca representar. Un cinismo grandioso, el peso de la historia, el rigor. El rey François (como Pompidou, como Giscard, como Chirac…), había leído mucha literatura. Mucha y buena.

 

Publicado por El País-k argitaratua