El gran Elias Canetti rechazaba la muerte. Literalmente. Creía que, si se lo proponía en serio, si enfrentaba el asunto con todo su ser, con toda la potencia de su personalidad, que era mucha, quizá lograra salirse con la suya. Salirse con la suya era no morir. Yo creo que Canetti fue una de las mentes supremas del siglo XX, pero en este aspecto tengo que coincidir con alguien mucho más pedestre que él, su anónima editora inglesa, una de mis damas preferidas en el reino de las letras, que dijo: “El señor Canetti puede rechazar la parca todo lo que quiera, pero dudo que sea recíproco”. Por esa clase de cosas, Diana Athill se ganaba al instante la confianza de sus autores o los perdía para siempre, y no fueron muchos los que perdió en sus cincuenta años de trabajo de hormiga en la editorial inglesa André Deutsch. Curiosamente, la Athill estuvo más cerca de lograr el cometido de Canetti que el propio Canetti: a los setenta y cinco años, cuando la editorial se vendió y los nuevos dueños la fletaron a su casa, descubrió con júbilo que podía escribir, que sabía escribir (“Tiene que ver básicamente con el hecho de encontrar un ritmo, o tal vez descender hasta un nivel en que ese ritmo existe de manera autónoma”). Los cuatro libros que publicó, desde entonces hasta sus noventa y dos años, hicieron creer a unos cuantos que esa mujer había pasado de largo su propia muerte, o merecido una segunda vida insospechadamente plena en las postrimerías de su prolongada (y opaca, según ella misma) existencia inicial.
Cuando la jubilaron, Athill no tenía ni ahorros ni casa propia; vivía de prestado en la planta baja de una casita perteneciente a una prima rica, a cambio de cuidarle el jardín. Había nacido en cuna de oro (casa de campo, caballos, paseos en barco, Oxford), a los veintidós sufrió un terrible desengaño amoroso (un piloto de la RAF la dejó en el altar), su familia perdió la fortuna, sus amigas la miraban pensando: “Dios, no permitas que termine como Diana”. Tenía veintidós años y ya era, para su entorno, la tía solterona que viene con el inventario en toda familia inglesa. Caían bombas cuando nació en 1917, caían bombas cuando se selló su destino. En un refugio antiaéreo en Londres conoció a un húngaro llamado André Deutsch, se fue a la cama con él, descubrieron que funcionaban mejor como equipo que como amantes y, en cuanto terminó la guerra, abrieron una editorial: él puso el nombre, ella fue su mano derecha. Nunca se casó, ni tuvo hijos ni supo hacer dinero. En sus palabras, nunca supo hacer lo que no le gustaba, un poco por educación y otro poco por reacción a esa educación. Cuando Deutsch vendió la editorial y se retiró, cuarenta años después, ella siguió trabajando. Los libros ajenos y los amantes ocasionales, la discreta camaradería del sexo y de la lectura, llenaron su vida durante cincuenta años. Y entonces la jubilaron sin anestesia. Y casi por la misma época descubrió que su cuerpo había perdido todo interés en el contacto sexual: “Tal vez no pareciera tan vieja, pero de pronto supe que ya no era un ser sexual, una sensación que había pasado por distintas etapas y no siempre me había hecho feliz, pero me había parecido central en mi existencia. Leer un libro y hacer el amor con un hombre era para mí como esos barcos con casco de vidrio transparente: me permitían ver el fondo”.
Por haberle oído decir de repente cosas como ésta (y también para ayudarla a pagar las cuentas, en especial la internación de su madre en un geriátrico), los de la revista Granta le ofrecieron que escribiera sus memorias, por entregas, a su ritmo. Athill empezó a hacerlo sólo por el dinero, intentando no violar el mandato cultural que había regido su vida (nada es de peor gusto que llamar la atención sobre uno mismo). Se propuso que el trámite fuese lo más indoloro posible y en cambio encontró una voz literaria que a los de Granta les pareció adictiva, única: una voz que hacía instantáneamente real todo lo que tocaba. Le rogaron que siguiera escribiendo, y ella siguió haciéndolo. A sus memorias como editora (genialmente tituladas Vale lo tachado), siguieron dos libros extrañísimos, uno sobre el largo e infeliz matrimonio de sus padres (título: Ayer a la mañana), y otro sobre un joven escritor egipcio que había tenido viviendo en su casa y se suicidó (Después de un funeral). El ejercicio de la confesión honesta, la mirada panorámica y de pronto milimétrica de la vida, los cincuenta años pasados mirando a grandes escritores hacer su pequeña magia, y la vieja regla de hierro, nunca hacerse notar, todo eso está milagrosamente ahí, en su prosa: no importa de qué esté hablando, siempre se ve el fondo.
Coronó a los noventa, cuando publicó su libro sobre la vejez (Antes de que esto se termine). Sobre la vejez y el amor y la muerte y la humillación y la gracia y las posibilidades de ver llegar otra primavera a su jardín. Una biblia en 130 páginas. Coquetamente, ella decía: “Si hubiera escrito estos libros a los sesenta, hubieran llamado mucho menos la atención. Pero a los noventa, una come un huevo pasado por agua y se lo celebran”. Cuenta en el libro que cuando su amante histórico se enfermó mal, ella pensó que no sería capaz de cuidarlo. Pero para su sorpresa: “El espanto, aunque fuera muy palpable, no pasaba de ser algo más bien superficial, mientras que, por debajo, algo que ni siquiera pensé dio por decidido lo que había que hacer. No hubo rechazo, ni repugnancia, lo hice sin esfuerzo, de manera profesional. Me parece que las obligaciones que han nacido a partir del amor, por poco que se parezcan a aquello de lo que han brotado, forman parte de lo mismo”. Dice Athill en su libro que, en el sexo, una mujer se entrega y se consume y da mucho más de sí que un hombre, y que por esa razón la mujer debe superar la plenitud física para empezar a entender qué clase de persona es realmente. Dice Athill en su libro: “Aunque he sido toda mi vida más pobre que rica, hay en algún lugar de mí una criatura irrecuperable que cree que el dinero debería ser como la lluvia, y nosotros como el hombre de campo, que cuando no llueve apechuga la sequía, o cae por su causa, cosa que es desdichada pero no tan desdichada como arruinarse la vida pensando cada día en el dinero. Naturalmente siempre supe que uno debe ocuparse, y hasta cierto punto lo hice, pero sólo hasta el punto mínimo indispensable. Esto significa que aunque nunca llegué tan lejos como para no trabajar, me ha sido imposible hacer algo que no me gusta. No sé si es que no puedo o que no quiero. La sensación es que no puedo”.
Dice Athill en su libro que Jean Rhys le confesó una vez: “Debo escribir. Si no lo hago, mi vida será un abyecto fracaso. Ya lo es para mucha gente, pero sería un fracaso abyecto para mí. No me habría ganado la muerte”. Agrega Athill: “¿Ganarse la muerte? A veces, no muchas, una frase suena en mi oído como si no fuese de nadie, como si se pronunciara sola. Hay que ganarse la muerte. ¿Como una recompensa? Sí”. Diana Athill murió pocos meses después de publicar Antes de que esto se termine.
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