La España étnica

Como, quien mal hace, mal piensa, España aplica a los demás sus puntos de vista, actitudes y hábitos. Sorprende con qué simplicidad de planteamientos se ven con valor para desacreditar a quienes no son ellos, en este caso, nosotros, con una sarta de tópicos nacionalistas, trasnochados y fuera de lugar. Fuera de lugar, salvo España, claro. En pocos días se han producido dos episodios que lo reproducen, con una perfección de manual. Por un lado, la reacción racial al discurso en el Congreso de Gabriel Rufián (ERC) y por otro las alusiones indirectas, o no tanto, al interés de Pepe Álvarez para dirigir la UGT a nivel estatal. Las redes sociales han recogido opiniones de ciudadanos españoles ante esta doble situación, basadas sólo en el origen de dos protagonistas tan diferentes, unidos, sin embargo, por su condición de catalanes. Lo que llama más la atención no es la reacción primitiva, airada, estomacal, de muchos ciudadanos anónimos, a veces ocultando el insulto tras un seudónimo, cuyo nivel cultural, intelectual y democrático no es conocido, aunque se intuya, sino la expresada por personas de las que cabría esperar otra altura en todos los ámbitos. Me refiero, en este caso, a nombres conocidos de la literatura, el sindicalismo, la política o el periodismo españoles.

Mientras nadie, aquí, reivindica construir muros que separen el territorio de Cataluña del de España, pero todo el mundo ha visto las alambradas levantadas en Melilla, son ellos que nos acusan a nosotros, paradójicamente, de querer levantar muros. Y aunque sea imposible encontrar ni una sola manifestación en este sentido en boca de ningún dirigente catalán, de cualquier nivel o estamento, ellos nos lo atribuyen impúdicamente, mintiendo y sabiéndolo. Y lo mismo podríamos decir de la sarta de improperios por la pretendida marginación del español en Cataluña, falsedad que se desmonta de repente, simplemente mirando la cartelera del cine, plantándose delante de un quiosco o poniendo los pies en un juzgado. No importa, pues, la verdad, porque sólo les importa el impacto social de la mentira.

Quizás lo que les hace más daño de digerir es el carácter no étnico, a diferencia del suyo, de nuestro proyecto nacional. Una y otra vez, sus planteamientos étnicos les llevan a reivindicar la españolidad de los García, los Martínez o los Rodríguez, dando por supuesto la catalanidad de todos los que se llaman Montellà, Rossell o Pedrerol. Se equivocan, de medio a medio, intentando separar la sociedad catalana por los apellidos, sobre todo porque la adscripción a un proyecto liberador de país no depende de los apellidos (¿Milans del Bosch?), El lugar de nacimiento (¿Jaume I, Guimerà, Pep Ventura?) o la lengua hablada en la intimidad (¿Aznar?), sino, exclusivamente, de la voluntad de cada uno de ser lo que quiera ser él y no sus antepasados. Y, a menudo, ser simultáneamente más de una cosa, porque la identidad personal cada uno se la sabe y todo el mundo tiene la suya. Este punto es crucial para entender el momento actual y explicar por qué millones de personas de orígenes diversos, colores de piel variados, vestidos con colores desiguales, con apellidos diferentes y lenguas familiares distintas, han llenado las calles y urnas a favor de la independencia nacional. Lo han hecho no reivindicando una identidad única, uniforme, estática, sino una misma soberanía colectiva. La cuestión no es qué nivel de pureza autóctona determina la identidad de los catalanes, sino cómo éstos deciden de qué forma quieren vivir y construir su futuro, rechazando que otros lo hagan por ellos, indicándoles, a golpe de sentencia o de ley, lo que tienen que hacer.

La identidad de los catalanes no la hace la sangre de los antepasados, sino la capacidad de atracción del lugar donde vives y donde aspiras a construir un sueño de libertad y bienestar para los tuyos, aunque éste no coincida con la tierra de donde proceden tus familiares. Esta es la clave de nuestra idea de nación civil, democrática, de adhesión voluntaria y no étnica, excluyente u obligatoria. Se trata de otro modelo, capaz de alimentar, permanentemente, una nación diferenciada que no se hace sólo con la historia heredada, las tradiciones recibidas o los sentimientos ancestrales, sino también con las nuevas aportaciones positivas, traídas por los recién llegados, que, con las anteriores, diseñando una nueva fisonomía colectiva y que pasarán a ser, imperceptiblemente, también catalanas. En ningún otro lugar de Europa se vive un proceso así, que no es sólo el deseo futuro de un Estado libre, sino la realidad presente de ir construyendo una sociedad integradora, donde todo el mundo puede caber si lo desea. Y de expresar la opinión, libremente, se llama democracia y defenderlo pacíficamente, convivencia. Es evidente, pues, que esto no es España.

EL PUNT-AVUI