Mi amigo Ramón Cotarelo, catedrático de Ciencias Políticas y colaborador habitual de los diarios Público e inSurGente, ha publicado en su blog, Palinuro, el post “Los españoles no hablan lenguas”. Tengo que aclarar que esto que escribo no es una respuesta, propiamente dicha, a su reflexión, pues comparto buena parte de lo que en ella se dice, pero el texto de Cotarelo me da pie a abundar en algo que para mí es obvio: España no es una nación. Como mucho, es una unidad de dominación, un ente artificial que constriñe a algunas (ésas sí) naciones a las que impone su orden estatal metropolitano. Una cárcel de máxima seguridad que encierra a cal y canto, tras sus rejas, a pueblos y culturas, como si de prisioneros FIES se tratara.
Dice Ramón: “La inquina de los españoles a las lenguas extranjeras es proverbial. Los españoles no hablan idiomas y cuando lo hacen, lo hacen muy mal, con un terrible acento que todos reconocen. Los franceses lo han clavado en su parler français comme une vache espagnole. Hasta hace poco tiempo aquellos no sólo no hablaban lenguas, sino que se jactaban de ello ya que aquí se habla la lengua del Imperio, el español o castellano de Nebrija, con algunas variantes producto del paso del tiempo”. Y en otro párrafo: “El prejuicio dice, entre otras cosas, que los españoles somos indolentes; que no trabajamos y que, cuando lo hacemos, la productividad reside en la picaresca; que somos tan poco de fiar como los otros países meditarráneos; que estamos mal avenidos y ni siquiera hemos llegado a aquel conllevarnos por el que abogaba Ortega; que vivimos en el barullo y la confusión y no tenemos unidad nacional de propósitos; que en cualquier situación de crisis somos incapaces de ponernos de acuerdo y aunar esfuerzos. Y así no se sale de las crisis. Los prejuicios aciertan, como puede verse a las claras a nada que se considere la situación actual española. Por eso son tópicos”.
Cotarelo concluye afirmando que “lo que más molesta de Cataluña y el País Vasco es que tengan lengua propia y se obstinen en emplearla; subsidiariamente también Galicia. La prueba es que de los muchos conflictos autonómicos, los lingüisticos son los más frecuentes, los que provocan más enfrentamientos, los más amargos. Que si el empleo de una u otra lengua en los procesos educativos, que si se rotula en una u otra lengua en los comercios, que si la administración se relaciona con los ciudadanos en una u otra lengua. Y tienen que acabar interviniendo los tribunales porque las fuerzas políticas no consiguen concertarse. Razón por la cual se propone resolver el problema a base de legislar sobre aquello en lo que no hay acuerdo, en lugar de permitir que la población se acomode como mejor le parezca. Uno de los espectáculos más regocijantes es la furia con que los neoliberales de las dos orillas de la falla nacionalista, que dicen que hay que dejar a la gente en paz, se lanzan a legislar sobre cuestiones acerca del modo en que cada cual bautiza su tienda o cómo extiende una receta de cocina. Se comprende la amargura de los hablantes de la lengua imperial al ceder terreno ante las lenguas vernáculas de la periferia. Pero por mucha que sea ésta no creo pueda llegar a la que sentirían aquellos otros, hablantes de sus propias lenguas, a quienes durante años, decenios, se dijo que hablaran en cristiano, como si lo estuvieran haciendo en sarraceno. El día en que los españoles se esfuercen por entender a quienes hablan otras lenguas (y, por tanto tienen otra mentalidad) habrá comenzado de verdad la normalización del país”.
Generalizando, que es gerundio, habría que señalar que los ciudadanos catalanes, vascos, gallegos, y algunos otros, como los marroquíes de Ceuta y Melilla, hablan, al menos, dos lenguas: la propia y la impuesta. Y el bilingüismo es conditio sine qua non para alcanzar el trilingüismo y sucesivos ordinales léxicos. Siguiendo con la generalización, los españoles, en cambio, como bien apunta Cotarelo, se sienten orgullosos de su inopia lingüística. Ya lo reflejó don Antonio Machado en un agrio poema: “Castilla (léase España) miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora”. Así, los españoles carpetovetónicos no hablan inglés, francés o alemán, por citar los más cotizados idiomas europeos, por la sencilla razón de que han sido instruidos en un vitando nacionalismo chovinista y excluyente. Viajan poco, muy poco y, tópico por tópico, están convencidos de que gesticulando y gritando más o menos despacio se hacen entender por cualquier extranjero de paso por este país de las maravillas. Son los restos del naufragio imperial, que todavía creen, con fe de carbonero, en que Dios puso a España en el centro del mundo. Antonio Álvarez y su enciclopedia “intuitiva, sintética y práctica” hicieron mucho daño en más de una meninge, y aquellos polvos trajeron estos lodos.
España, insisto, no es una nación, los españoles no son universales y mi gato no habla. Ni español ni vascuence ni inglés ni cualquier otro idioma. No lo necesita. Sólo sabe maullar. Criaturita.