Inquietud en Líbano por la situación en Siria

Si uno quiere descubrir la verdad sobre Trípoli, no hay más que visitar el castillo de San Giles. En vez de cruzados alberga ahora al ejército libanés, rodeado por los gruesos muros y colosales puertas del siglo XII que separan a los chiítas alawitas de los musulmanes sunitas de la segunda ciudad de Líbano. Hay vehículos blindados, camiones llenos de soldados y Humvees, así como rollos de alambre de púas por si acaso la violencia de los sirios se extiende hasta este minúsculo vecindario. Dicen que los alawitas se han armado hasta los dientes, pero es injusto, porque en Líbano todo el mundo tiene acceso a un rifle o una pistola. El fantasma de la guerra civil despierta con regularidad y acosa a este pueblo.

Visitamos el hospital Nini y el consultorio subterráneo del médico Mustafá Alouche, hombre brillante y encantador que solía representar al Partido del Futuro del primer ministro provisional Saad Hariri hasta que, según dice, los sirios persuadieron a los sauditas de convencer a Hariri de obligarlo a renunciar. “La ciudad está todavía muy tranquila –expresa–, más de lo que se esperaría cuando uno imagina que algunas personas querrían expresar su odio hacia Siria. No estoy seguro de que los sirios vayan a hacer algo, pero si las cosas empeoran podría sobrevenir la guerra civil, e incluso terminar como Libia.”

El problema, claro, es que Trípoli está apenas a dos horas en automóvil de la ciudad siria de Homs. Muchas personas tienen parientes al otro lado de la frontera, lo cual se remonta a los días anteriores al mandato francés que dividió Siria y creó Líbano. La minoría alawita siria, a la cual pertenece el presidente Bashar Assad, y la mayoría sunita están representadas en esta ciudad con su magnífica torre de reloj, su maravillosa mezquita y su zoco, sus herrumbrosas locomotoras de vapor y la mejor heladería de Levante. Debería ser un lugar de felicidad, no de miedo.

Alouche, que es cirujano, dice que la tranquilidad en la ciudad está “bajo control divino” –tal vez a Dios no le agrade esta tarea, anoto al margen de mi cuaderno–, pero “si crece la violencia en Siria, la gente se pone nerviosa de que los sunitas en Trípoli pudieran cometer alguna acción contra los alawitas. Sabe usted, cuando el ejército sirio estaba en Líbano, intervenía en todos los aspectos de nuestra vida. Yo solía evitarlo. En algún momento, en 1999, me buscaron para que colaborara con ellos. Dijeron que Bashar Assad, que en ese tiempo iba en ascenso, era médico igual que yo. Les dije que no quería entrar en política con su respaldo”. En estos días es peligroso decir cosas así, y un amigo ha advertido a Alouche que su vida podría estar en peligro. “Dice que estoy amenazado, pero no encuentro una forma real de defenderme. Trabajo en la medicina.”

No es él la única persona en peligro. El jeque Daii al-Islam al-Shahal, quien encabeza la institución del Partido Salafista en Líbano, es un hombrón de bata blanca y enorme barba del mismo color, que estuvo bajo constante amenaza cuando el ejército y el servicio secreto sirios estuvieron aquí, entre 1976 y 2005. Es uno de esos predicadores a quienes el gobierno quiere echar mano como “extremistas” a los que sólo el partido Baaz puede manejar.

“La mayor parte de la población de Trípoli está aterrada por el baño de sangre y la opresión, el sitio y la invasión de la ciudad de Deraa –afirma–. Somos vecinos de los sirios y tenemos muchos vínculos sociales con ellos. Según el régimen sirio, la oposición se ha salido de control y se ha vuelto peligrosa, pero es el régimen el que ha provocado la catástrofe y creo que se acerca al final. Tal vez intente aferrarse al poder sobre los cadáveres de la gente, o precipitar una división en el país, como ha hecho Kadafi.”

Es la segunda vez en una hora que se ha evocado la tragedia de Libia. “Nosotros y la gente de Trípoli objetamos las violaciones a los derechos humanos que ocurren, el costo en vidas y sangre –expresa el jeque al-Shalal–: es un Estado terrorista. No tiene amigos verdaderos; sólo egoísmo. Traté de mediar en Deniyé (donde islamitas armados y el ejército libanés libraron una batalla campal hace más de 10 años), pero los sirios rechazaron mi mediación; preferían una confrontación para poder decir ‘los libaneses no se pueden controlar a sí mismos, por eso nos necesitan’.”

Al-Shahal cree que los alawitas libaneses son armadas por Damasco: “se venden a sus aliados en Siria, pero eso no nos detiene para ofrecerles buena voluntad y darles nuestras opiniones sin temor. Lo que buscamos es lograr una tregua mediante el diálogo y la comprensión”. Se apresura a destacar que Occidente entiende mal el salafismo y su estricta interpretación del Corán. “No tenemos nada que ver con la violencia y el extremismo.”

Pero si se menciona a Osama Bin Laden sus juicios son duros. “Creo que ese asesinato ayudó a Estados Unidos, pero sus pérdidas serán mayores. Tal vez el nuevo dirigente de Al Qaeda será mucho más brutal. Y lanzar el cuerpo al mar es algo que el mundo árabe y musulmán no puede aceptar. Arrojarlo a los peces muestra una inclemencia que no beneficia a la naturaleza humana. Se debe mostrar dignidad con cualquier persona muerta, y los principios islámicos dicen que si uno perece en la tierra, entonces un pedazo de tierra está reservado para él. Tenemos un refrán: ‘una excusa es peor que la culpa’. ¿Qué tenía de malo que la gente viera dónde estaba sepultado? Tal vez pudieron enterrarlo en una montaña lejana, adonde la gente no pudiera ir.”

Dudo que eso impidiera a la gente visitar la tumba de Bin Laden, observo. Pero nos despedimos en buenos términos; algunos de los 10 hijos del jeque observan desde la puerta de la cocina. Ah, y se dice que el precio de una AK-47 en el mercado negro en Trípoli alcanza ahora mil 500 dólares. Como los peces, alimento para el pensamiento.

 

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

 

Publicado por La Jornada-k argitaratua