¿Inmigrantes para siempre?

Desde el siglo XVI, con la gran ola de inmigración occitana y francesa hacia Cataluña, hasta nuestros días, por aquí ha pasado -y hay quedado- gente de todas partes. Aquellos, los primeros, se diluyeron muy pronto en el interior de la sociedad catalana, debido a su proximidad lingüística, cultural y geográfica. Sus apellidos son hoy indistinguibles y pasan por ser lo que ya son: de aquí, de toda la vida, familiares. Vino otra gente de otros lugares, en tiempos posteriores, pero no con la importancia numérica de aquellos occitanos, hasta que, ya las primeras décadas del siglo pasado, llegó la inmigración murciana, con las obras de construcción del metro en Barcelona o atraídos por el eco de la Exposición Universal de Barcelona. Y gente procedente también de Almería, así como antiguos emigrantes catalanes a Argentina, Francia y Argelia que fueron volviendo, hasta principios de los 30. Ahora, nietos de aquellos murcianos van en listas independentistas en lugares para ser elegidos diputados o bien son periodistas de renombre, al servicio de la causa democrática catalana. En la posguerra, en pleno franquismo y hasta la desaparición del dictador, el viaje familiar hacia la esperanza, con destino final en Cataluña, tuvo su origen, salvo el País Vasco, por toda la geografía peninsular e insular de España. Y, a lo largo de los últimos decenios, la gente que ha venido recién llegada ha llegado ya de fuera del Estado, procedente no sólo de otros países europeos, sino incluso de otros continentes, con otros rasgos físicos, otras religiones, lenguas y culturas, distintos de los que aquí habíamos visto siempre y eran los únicos que nos parecían normales. Cuentan los demógrafos que sin todos ellos, ahora, en el Principado, no habría mucho más de tres millones de habitantes y que, alrededor del 70% de los catalanes de hoy, tenemos algún pariente o antepasado cuyos orígenes se sitúan fuera del país.

Cuando alguien se va del lugar donde nacer y donde sabe que también abrieron los ojos a la vida todos sus antepasados, cuando alguien se aleja del paisaje sentimental de lo que, hasta entonces, ha sido su cotidianidad y deja atrás su universo de referencias, no lo hace para empeorar sus condiciones de vida, sino para mejorarlas. Es lo mismo que, sobre todo a lo largo del XIX y parte del XX, hizo tanta gente en los Países Catalanes, camino de Cuba, de Argentina, de Puerto Rico, de Argelia y, en los años cuarenta, también hacia México y Francia, como refugiados, exiliados forzosos de una guerra perdida, empujados por un régimen político tan asesino, de personas y pueblos, como el franquismo. Muchos de los que se establecieron en América, el XIX, pusieron las raíces heredadas y las esperanzas nacidas en la tierra que los acababa de acoger, hasta el punto de comprometerse en primera línea -a menudo, de fuego- con la lucha de liberación nacional y de independencia, de creación de nuevos países y nuevos estados, desvinculándose de España. Y algunos hacer los himnos nacionales y todo o las canciones patrióticas más conocidas. Calles y plazas, escuelas y museos, lo recuerdan hoy todavía, para la posteridad. Son apellidos estirpe catalana que representan, como ningún otro, la vocación más nacional de estos territorios, ayer españoles, hoy estados soberanos. Descendientes de ellos, vienen hoy aquí a hacer la vía catalana, la vía libre, la vía augusta y la vía que más convenga, y siguen bebiendo mate, el tequila o tirando de veta del chile picante en las comidas, con la misma ternura con que emocionan aquí al sentir una ranchera o el sonido de una milonga o un tango y allá con la gralla o la flauta, mientras miran como sube el castillo o el pilar, cielo arriba.

Durante la larga noche de piedra de la dictadura, se hizo un trabajo extraordinario para cohesionar nuestra sociedad y construirnos como un solo pueblo, convencidos de que la unidad civil era el primero y principal de todos nuestros valores colectivos. Organismos como la Asamblea de Cataluña, partidos como el PSU, sindicatos como la CONC y personas como Jordi Pujol o Francesc Candel dedicaron muchas energías a favor de este objetivo. Pero en el período autonómico al que ahora estamos a punto de poner punto final, parte de este legado de civilidad se fue estropeando, progresivamente. Eran aquellos años de la escisión entre catalanismo e izquierda o, si se quiere decir de otra manera, entre nacionalismo y proyecto social o, aún, entre CiU y el PSC. Hablo de los ochenta y los noventa, cuando todo lo teníamos duplicado, un teatro nacional y uno libre, una TV3 y una BTB, una Cataluña Radio y una COM Radio, una idea ramplona, ​​rural y conservadora de la catalanidad, aparentemente incompatible con el progreso y la modernidad, y una izquierda cosmopolita, abierta, urbana, ciudadana del mundo a quien incomodaba la propia identidad nacional. A principios de este siglo, la izquierda y la nación se reencontraron y, en ese momento, ERC se convirtió en la tercera fuerza. Pero el daño ya estaba hecho. Todo hacía pensar que si eres catalanista, no podías ser a la vez de izquierdas y viceversa. Y a las siglas beneficiarias de la dicotomía, no parecía que este reparto de bienes les incomodara demasiado.

Durante estos años, además, se fue generalizando la idea errónea de que los catalanes autóctonos votaban CiU y los inmigrantes andaluces, extremeños, etc, el PSC. Y algunos sectores de izquierdas, en este contexto, adoptaron medidas de sobreprotección identitaria de los nuevos catalanes establecidos en las grandes áreas metropolitanas, medidas que, en la práctica, los aislaban del resto del país donde vivían y del que ya formaban parte, manteniéndolos en una especie de burbuja cerrada, ajena al resto del territorio y de la gente. Hicieron más esfuerzos recordando permanentemente sus orígenes, su lengua, sus bailes, su gastronomía, sus fiestas, a los que nadie les planteaba que renunciaran o que olvidaran, que a incorporarse como protagonistas a una sociedad que ya tenía otra lengua, otros bailes, otras fiestas, otra gastronomía. Hubo episodios lamentabilísimos con las casas regionales, alguno de los cuales, por cierto, se ha reproducido en las últimas municipales y no por parte del PSC, precisamente. Cuando vienes de fuera, lo que quieres es ser, tan pronto como sea posible, gente de dentro. Y formar parte del paisaje que ya será el único de tus hijos y nietos, no que te recuerden constantemente que viniste de no sé dónde y que nunca serás del todo de aquí.

Las primeras luchas por la inmersión lingüística se hicieron en Santa Coloma de Gramenet, con muchos padres y madres que querían que sus hijos asumieran también como propia la lengua y la cultura catalanas. Una lengua que algunos progres profesionales de la gauche caviar, a menudo, no usaban por provinciana y que ciertas familias acomodadas menospreciaban. Y lo hacían, las últimas, no etiquetando también en catalán los productos de consumo que producían en sus fábricas, y hablando entre ellos en castellano, por si acaso. No sea que los señores hablaran en la misma lengua catalana que las criadas o los porteros que habían llegado a Barcelona, ​​en los años de la inmigración rural de la Cataluña interior hacia la ciudad. No sea que, en pleno franquismo, los señores no hablaran la lengua de los ganadores, la del poder económico y político absoluto, aunque esta coincidiera, ay, con el idioma popular de mucha gente de barrio. Y algún día explicaremos alguna anécdota jugosa al respecto…

Felizmente, todo esto ha saltado por los aires. Y hoy es catalán quien le da la gana serlo y punto. Se equivoca, de medio a medio, quien quiera deducir lealtades nacionales, a través de los apellidos, porque hoy, en general, no se pueden extraer muchas conclusiones. Apellidos de matriz cultural catalana representan lo mejor del botiflerismo nuestro, por ejemplo. Y José M. Aznar es quien es, como Pedro Aznar, a quien conocí en su exilio en Santiago de Chile, el único diputado del independentista Partido Catalán Proletario, en las cortes republicanas, en 1936, y presidente del CADCI el 6 de octubre, cuando murieron disparando contra el ejército español Jaume Compte, Amadeu Bardines y Manuel… González Alba. Conservo una cinta magnetofónica donde me narra la experiencia traumática de la jornada, intentando taponar las heridas de bala en el cuerpo de González Alba, con trapos y toallas… Juntos por el Sí tiene el cabeza de lista nacido en Madrid y el de la CUP, la izquierda independentista, se llama Antonio Baños, no Toni Baños. Antonio con O final y Baños con Ñ, porque cada uno se llama como quiere llamarse. Esta es nuestra victoria, la de continuar construyendo y queriendo ser un solo pueblo, con un proyecto de país ni étnico ni nacionalista, sino civil y voluntario , democrático, pues. Sin olvidar a los abuelos ya fallecidos, pero pensando en el futuro de los nietos que ya han llegado o que vendrán. Y es su futuro que queremos libre y mejor. Su futuro será nuestro mejor presente. Los hijos de padres o madres venidos de fuera, muchos de nosotros nacidos aquí, nos hemos sublevado frente a aquellos que, por paternalismo o por interés, nos querrían, de hecho, inmigrantes para siempre. Es miserable y poco inteligente que, a estas alturas de la historia, alguien viaje por el túnel del tiempo, intentando dividirnos por razón de los orígenes de nuestros antepasados. Y no tenemos que elegir ninguna identidad, porque ya tenemos una, la nuestra, cada uno la suya. Sólo queremos elegir, y no es poco, el futuro que queremos, que no es el de inmigrantes o hijos de inmigrantes, sino el de ciudadanos libres de una tierra libre: la nuestra.

EL MON