Indignación sin rumbo

Una campaña electoral suicida centrada en la descalificación sin piedad del adversario, despreciando la ya bastante limitada inteligencia política del electorado, ha terminado de exasperar una ciudadanía que llegaba a la cita bastante quemada. ¿Resultado? Que hay quienes han salido a la calle a desahogarse. ¡Si fuera cierto, por lo que decían los eslóganes, que unos querían desmantelar el estado del bienestar, que otros gobernaban con una absoluta incompetencia y al servicio de intereses inconfesables e, incluso, nos alertaban de que nuestras ideas estaban en peligro de ser recortadas, la reacción de indignación aún se ha quedado corta! El alarmismo político, que en tiempos de bonanza podía favorecer a unos partidos frente a otros, ahora, en medio de una grave recesión y de un clima de irritación generalizada, ha acabado desautorizando a todo el mundo. Mañana podremos comprobar el alcance y, probablemente, los efectos devastadores.

A la vista de la enorme relevancia que los medios de comunicación han dado a este minienfebrecimiento ciudadano de indignación, hay también que ser cautos ante el entusiasmo que ha despertado la españolísima plataforma -o lo que sea- llamada ¡Democracia Real Ya! Para empezar, y a la espera de ver en qué acaba, las concentraciones se han caracterizado por su carácter reactivo y para difundir un discurso populista y antipolítico. Los acampados disparan sin matices contra toda la clase política y contra lo que llaman «capitalismo salvaje», pero señalando sólo al mundo empresarial y financiero. Y que media docena de profesores universitarios les proporcionen un poco de discurso articulado, no puede disimular la ausencia radical de contenido más allá de esta indignación que no es otra cosa que irritación airada. Tan vacía, por cierto, como vacío de contenido es el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel.

No nos engañemos: la base estable de estas acampadas la constituyen los de siempre, los de todas las acampadas. Sólo hay que ir a verlo. Nada nuevo en el horizonte. Y como la ira hace extraños compañeros de viaje, en horas hábiles, junto a cada campista se añade un parado, una chavala y un practicante de medicinas alternativas. Así multiplicas por cuatro. O por cinco, si añades al periodista con micrófono en las manos. Lo que hemos podido escuchar en las decenas y decenas de entrevistas a pie de acampada, ha delatado la banalidad de todo. Más o menos, el diálogo solía ir así: «¿Qué pedís?», Preguntaba uno. «Queremos que la cosa cambie», respondía el joven universitario con la carrera colgada. «¿Qué cosa? «, insistía el periodista. «No lo sabemos. De hecho, es lo que hemos venido a discutir». Lea atentamente el grito de guerra para darse cuenta de la vacuidad de la propuesta. Por un lado, eso de la democracia «real», que no remite a nada conocido en la historia de la Humanidad. Y, por otro, el «ya» -este «ya» idiomáticamente tan forastero- que apunta a una cultura de la impaciencia y de la satisfacción inmediata, paradójicamente, de naturaleza profundamente capitalista.

Una de las principales consideraciones que hay que hacer a propósito de esta erupción social es sobre el interés mediático que ha despertado, de una gran desproporción comparada con otras movilizaciones mucho más participativas y bien organizadas. Hay que decirlo: el apoyo propagandístico obtenido de los medios es la misma raíz de su éxito. Y la razón principal es que estamos ante un fenómeno genuinamente mediático. La fascinación de las convocatorias masivas supuestamente «espontáneas» a través de SMS, Facebook o Twitter, es un punto a favor. El diseño colorista del evento, propio de un anuncio de Ikea o Decathlon, mezclado con el primitivismo de un fuego de campo tribal en el centro neurálgico de las ciudades cosmopolitas, es otro punto a favor de una escenografía seductora. Y, sobre todo, el relato clásico pero irresistible: el pueblo indignado que se alza contra los poderosos, David contra Goliat. Vaya: la posibilidad de retransmitir la emoción de la plaza Tharir, pero sin riesgo de hacerse daño. Me tendrán que perdonar tanta ironía, pero reconozco que digiero muy mal el populismo antipolítico, inmaduro y peligroso.

Desde que se empezó a hablar de «desafección política», he sostenido que era una perspectiva que no permitía entender las razones de la creciente desconfianza entre instituciones democráticas y ciudadanía. No es el ciudadano quien no ama la política, sino que es la política quien no ha querido al ciudadano. Los desafectos han sido los partidos y las instituciones políticas. Y ahora lo corroboramos. Si la política institucional no ama ni respeta al ciudadano, si en lugar de tratarlo como a un adulto lo trata con condescendencia y lo mima para no enfrentarse a él, recoge el desprecio y la desconfianza. Y aquí es donde estamos. La acampada de estos diez días será una anécdota. Pero hay que tomar nota seria del síntoma, que apunta en una dirección gravísima. Hoy por la noche lo veremos: de la agitación populista y antipolítica, sólo obtendrán ventaja los partidos conservadores, porque este es su terreno.

 
 
ARA