Independientes aquí, residuales allá

En estas últimas semanas, y a raíz de las dificultades que tienen en España para formar gobierno, se ha reprochado a los partidos catalanes soberanistas su irrelevancia política en el ámbito español. Si no es por menospreciarlos, o para insultarlos, nadie cuenta con ellos, nadie les hace caso. Y como el unionismo en Cataluña no pierde pasada, rápidamente ha atribuido esta residualidad a que defendían la independencia de Cataluña, como quien denuncia un grave error estratégico.

No hay que ser muy astuto para darse cuenta de que la irrelevancia de ERC y Democracia y Libertad en las Cortes españolas no tiene tanto que ver con su independentismo como con el hecho de que sus hipotéticos apoyos a unos u otros no determinan ninguna mayoría para formar gobierno. Es la fragmentación del espacio político español la que no les permite actuar como bisagra. Y, en este sentido, que exijan la celebración de un referéndum para pactar un voto favorable o una abstención, es insignificante para el debate español. Es decir, no es que el «problema catalán» no sea un hueso difícil de roer en España, sino que en el juego de equilibrios actual no decanta nada. Sería otra cosa si realmente dependiera de estos diecisiete diputados que alguien consiguiera o no tener gobierno.

A esta circunstancia, sin embargo, se ha añadido un cambio de estrategia. Si bien hasta el 27-S la exacerbación verbal en contra de la independencia había dominado la escena política española, desde la campaña electoral del 20-D se ha abandonado la lógica de la provocación. Animados por los resultados escasos del plebiscito catalán, deben haber creído que la indiferencia -sin dejar de estrangularnos presupuestariamente y de amenazarnos con los tribunales- era la mejor manera de erosionar, desalentar y vencer el independentismo. Y, en cierto sentido, esta ausencia de beligerancia retórica es la que ha creado la sensación de que el proceso, si no atascado, no avanza al ritmo esperado. El mal es haber hablado demasiado de «desconexión» mientras, en el fondo, el independentismo crecía reactivamente, hiperconectado a las provocaciones. Y la verdadera prueba de fuego que habrá que superar, pues, será la contraria: crecer sin provocaciones, mientras se convence de que unas futuras buenas relaciones entre los dos estados libres es el mejor escenario para una conexión satisfactoria entre naciones iguales.

Retrocedamos, sin embargo, cinco años. A finales de marzo de 2011 el expresidente Jordi Pujol hacía unas reflexiones con el título ‘¿Residuales o independientes?’, publicadas ese mismo año en Pórtico. Después de haber combatido explícitamente la independencia de Cataluña durante muchos años, ahora confesaba que se había quedado sin argumentos para rebatirla. Y establecía este dilema: o nos arriesgábamos a la independencia, o acabaríamos siendo un país residual. Nunca sabremos si solo fue este cambio radical de posición lo que hizo destapó el escándalo que, lamentablemente, le haría residual a él mismo justo en un período tan decisivo de la historia de la nación que había ayudado a construir, o si habría caído de todas formas como, afortunadamente, van cayendo por todas partes todas las malas prácticas y formas de corrupción.

Pujol, sin embargo, apuntaba bien. La elección era entre la residualidad aquí o allá. Bastante bien sabía que la irrelevancia nacional de los catalanes siempre había sido premiada, como cuando en 1984 el ‘ABC’ lo hacía Español del Año, o cuando se tenía que desmarcarse de gestos más atrevidos como la pitada al rey en el Estadio de Montjuïc o la aprobación de la proposición no de ley sobre la autodeterminación, de 1989. Sí: con toda la lógica del mundo, la independencia nos hará políticamente irrelevantes en España. ¿Los que hacen de eso un reproche, es que no han entendido de la palabra ‘independencia’?

ARA