Falsas expectativas en clave marxista

A la largo de décadas, y con notables excepciones, el nacionalismo catalán fue considerado la «superestructura ideológica de la burguesía» (el solo hecho de evocar estas definiciones taxativas, marciales, da miedo…). Además, hubo una clara identificación con el modelo leninista de la élite intelectual que guía la masa alienada para poder establecer las condiciones objetivas de su liberación. A todo ello se añadieron los tics generacionales de Mayo del 68, es decir, una estetización de la política basada en la pura gestualidad contestataria, que iba contra esa entelequia, tan de moda hace 40 años, que se llamaba «el Poder».

Las consecuencias de haber aplicado el esquema marxista a la realidad del país son incalculables. Ahora mismo, el mal llamado «neolerrouxismo» es su efecto más visible. En realidad se trata de otra cosa, muy alejada de los planteamientos de Alejandro Lerroux y otros personajes por el estilo. No es en absoluto casual que las críticas verdaderamente programáticas contra el catalanismo político y cultural, las de Ciudadanos o UPyD, hayan surgido de la pluma de intelectuales que en la década de 1970 se identificaban explícitamente con el marxismo-leninismo, el maoísmo o el trotskismo, y en los años ochenta publicaban en El Viejo Topo. Todo esto no tiene nada que ver, por tanto, con el lerrouxismo, ni con la derecha española, ni con el neofalangismo, ni con nada parecido. Está relacionado con episodios generacionales muy recientes, con apuestas ideológicas encabezadas por Bandera Roja, por ejemplo; y naturalmente, con supuestos agravios personales que, a diferencia de las tarjetas de crédito, sí son  transferibles.

Ahora mismo, en Cataluña, las impugnaciones más enervadas contra el catalanismo no provienen de los albaceas de Queipo de Llano, sino justamente de los exmonaguillos de Lenin. Fuera de Cataluña, la cosa está más dividida. Hay un anticatalanismo muy antiguo, ancestral, con un registro propio, que ya era detectable incluso en la obra de Quevedo y constituye una mera transposición del antisemitismo digamos «estructural» que se gestó entre los siglos XVI y XVII. Pero también hay un anticatalanismo muy reciente derivado, como lo acabamos de apuntar, del colapso del marxismo. Es obvio que ambas corrientes han terminado convergiendo, pero sus respectivos trasfondo son muy diversos.

Hay un anticatalanismo obtuso, visceral y cavernario, falto de un discurso articulado pero todavía muy vivo en muchas comarcas de España. En la medida en que no está basado en un argumentario, ni siquiera puede ser debatido. Ni, por supuesto, «rebatido». Hay, en cambio, otro discurso contra el nacionalismo catalán que, en principio, podría dar lugar, por lo menos, a un debate clarificador: a poner las cartas, todas, sin excepciones sobre la mesa. Si este debate aún no se ha producido es debido, probablemente, a dos razones. Por un lado, desde las filas del catalanismo político, estas impugnaciones se asimilan directamente con nacionalismo español más rancio, heredero del desastre colonial de 1898. Por otro lado, el antinacionalismo posmarxista, casi me atrevería a decir criptomarxista, no ha tenido muchos escrúpulos a la hora de asociarse tácticamente con el anticatalanismo connatural a la extrema derecha española (véase Libertad Digital, por ejemplo). A pesar de estos dos factores distorsionadores, el debate resulta posible; es del todo improbable, sin embargo, que se llegue a consumar.

Las oscilantes relaciones entre el marxismo y el nacionalismo, en todo caso, no son patrimonio exclusivo de la realidad catalana. En los países de la antigua órbita soviética, incluida la actual Federación Rusa, los antiguos partidos comunistas se han convertido en formaciones nacionalistas o incluso ultranacionalistas, debido, probablemente, a la identificación del modelo económico socialista con la salvaguarda de los intereses nacionales. En cambio, los antiguos comunistas occidentales, los que no tuvieron el dudoso placer de probar el socialismo real, han hecho una apuesta por el estatalismo jacobino y el corporativismo funcionarial disfrazado de «bien común». ¿Por qué les cuento todo esto? Para que nadie se sorprenda sobre cuál será la actitud de Podemos en relación con Cataluña.
EL TEMPS