Estampas maltesas

Pocos países pueden permitirse tanta confianza en la seguridad de su jefe de Estado. Ha sido una anécdota significativa, la impresión final de una estancia breve pero intensa en Malta. Visitaba con dos colegas periodistas los bellos jardines del palacio de San Antón, residencia del presidente de la República. Flores en su apogeo y aroma de jazmín. Sol radiante y brisa fresca. Entramos en un patio y vemos a unos hombres trajeados que se introducen en un BMW de color oscuro, con banderas. Ningún control. Hacemos un gesto con la mano y el ocupante del asiento junto al conductor nos indica amablemente que podemos pasar por delante del vehículo. Luego nos enteramos de que es el presidente maltés, George Abela. Le comento a un guardia que es un privilegio vivir en un país en el que uno puede entrar como Pedro por su casa en el palacio presidencial y cruzarse con el jefe de Estado. «Sí, un privilegio», asiente, satisfecho.

Esta columna digital es insuficiente para resumir la rica y densa historia de Malta. Baste decir que por este diminuto archipiélago mediterráneo han pasado fenicios y griegos, cartagineses y romanos, árabes y catalano-aragoneses, los imperios español y británico, y, naturalmente, los Caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén, más conocidos como la Orden de Malta.

Pasear por la capital, La Valeta, declarada por la UNESCO patrimonio de la Humanidad, merecería ya un viaje. Impresiona el trazado geométrico de sus calles y sus señoriales edificios de a partir del siglo XVI, con sus balconadas de madera, ese tono de piedra caliza de las fachadas. Por desgracia, muchas propiedades están en un estado de conservación lamentable o en el puro abandono. La Valeta es un tesoro en peligro.

En Malta es inevitable no evocar Menorca. Paralelismos evidentes en sus fantásticos puertos naturales, en los colores de los edificios históricos, en la herencia británica. ¿Qué habría sido de Menorca si hubiera continuado bajo dominio inglés? Pero también son marcadas las diferencias. La primera impresión, incluso antes de que aterrice el avión, es lo superpoblada que está Malta (más de 400.000 habitantes) y que los coches circulan por la izquierda. El idioma autóctono es una extraña mezcla, con una fuerte raíz árabe. Todo el mundo habla con soltura el inglés como segunda lengua, pero el pueblo llano no lo domina a la perfección y su acento, obviamente, no es el de la BBC.

Malta desprende un aire de decadencia colonial, con sus fortificaciones y palacios, los vetustos rótulos de los algunos comercios. Una de las estampas más vistosas es la de la plaza circular de la fuente del Tritón, a la entrada de La Valeta. Decenas de autobuses amarillos y con franjas rojas aguardan a los pasajeros. Algunos de estos vehículos tienen más de medio siglo a sus espaldas, pero aún ofrecen su servicio con dignidad. Son piezas de museo, entrañables, de las marcas Leyland y Bedford. Dicen que pronto van a ser sustituidos, salvo algunos que se conservarán como reliquia para ocasiones especiales. Sería una pena que estos autobuses desaparecieran de La Valeta. Se han convertido en un icono turístico y hasta los venden como miniatura de souvenir en el aeropuerto.

Malta, en fin, se enorgullece de ser el país de las 365 iglesias –una para cada día del año-, de ser tan católico y fiel al Vaticano que no ha legalizado ni el divorcio ni el aborto. Ha tributado al Papa un recibimiento muy caluroso en un momento delicado en que necesitaba el máximo aliento. Me marcho de Malta, sobre todo, con esa sensación de serenidad y calma, de autenticidad, que aún transmiten algunos lugares, aunque cada vez menos. Me despido de Malta , en estos tiempos de tanto control y paranoia de seguridad, con ese lujo de haber llegado hasta el presidente sin que nadie me tratara como a un potencial terrorista.

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua