Españolear

Últimamente se ha vuelto a hablar de la españolización de Cataluña. Ha sido a raíz de las ya célebres declaraciones de Jordi Évole, que no pretendemos ni explicar ni volver a remover. Que se hayan sacado o no de contexto es algo menor, aunque apuntaban a una idea clara, que nadie se puede atrever a cuestionar desde los hechos más indudables. En Cataluña, mucha gente vive al margen de la catalanidad, de la lengua del país, de cualquier forma de integración o de interés por la historia e identidad del país que lo acoge. No debe ser un problema únicamente catalán, porque los movimientos migratorios han sido imparables desde el final de la Segunda Guerra Mundial en todo el planeta, pero en una comunidad sin Estado y sin las capacidades legales y administrativas que tienen los estados para hacer políticas de frontera e imponer ciertos mínimos, el dibujo nacional puede quedar diluido.

Este siglo XXI es más identitario que ideológico, por lo que estamos viendo. Ya no se trata de izquierdas contra derechas, sino de nosotros contra los demás, pero nosotros y otros son categorías siempre oscilatorias, móviles y desmontables al gusto de consumidor. Hoy, puedo ser parte de una minoría nacional, pero también de la mayoría opresora blanca, a la vez que un precario, a la vez que un privilegiado, etc. Pero lo que está claro es que la catalanidad es una forma de ‘nosotros’, y que cada vez tiene menos instrumentos y menos vigor a la hora de encontrar estructuras de defensa.

La televisión nacional catalana era una, pero desde la irrupción de las plataformas y la atomización de la audiencia en cientos de pequeños nichos, que son también identitarios, ha perdido la capacidad de vertebrar nada. Antes, podía pretenderse desde la prensa o la televisión de masas articular un discurso que ciertamente diera forma y relato y unidad a la audiencia, que editorializara el mundo en clave nacional. Ahora, este poder ha quedado disuelto, pero ha socavado algunas estructuras más que otras. Cuando se amplía el campo de batalla, los fuertes tienen más opciones de sobrevivir que los pequeños. Y es aquí donde el Estado debería intervenir para defender al más débil; pero su política identitaria es otra, transversal y normalizada por todo el espectro político, desde la extrema derecha a la extrema izquierda. El españolismo pone en común fuerzas antagónicas, hermana a los rivales ideológicos en un mismo afán identitario.

Antes se está con el falangismo monárquico que con un catalanismo que pretenda que la lengua catalana sea tan normal en Cataluña como el castellano en Salamanca. Hay demasiada gente que parece ser de izquierdas que no tiene ningún problema en firmar, con la actitud y la pose, todos los decretos de una política cultural que sigue siendo franquista: la que apuesta por marginar, reducir y borrar, aunque que sea muy despacio, cualquier intento de normalizar o de imponer el catalán en todos los ámbitos, y siempre con la excusa de que Cataluña es “mestiza”. Este mestizaje es la autojustificación de izquierdas para hacer políticas supremacistas, las cuales no son de derechas, sino de todo el mundo que apueste por ese “derecho a ser monolingüe” en castellano en Cataluña. Que en pleno siglo XXI –y después de la supuesta reforma moral ‘woke’–, aún estemos defendiendo cosas tan básicas, debería hacernos reflexionar a todos sobre la magnitud del desastre.

Porque parece que aquí todo el mundo ha hecho el esfuerzo por deconstruir su privilegio menos el hablante de una lengua mayoritaria y de Estado, que se ha extendido por medio globo siempre por la fuerza de las armas. Si el castellano se habla en buena parte de América del Sur no es por casualidad, ni porque su supuesta belleza lo normalice por todas partes; es por una estrategia de fuerzas y poderes, de genocidios documentados y de políticas culturales que marginan o borran las lenguas indígenas de los sistemas educativos. Ni que decir tiene que, en los territorios peninsulares, se han seguido las mismas políticas. Y es normal que cuando nos hablan de “españolizarnos” reaccionemos con insultos y gestos, ahora en las redes sociales. Despreciarnos y porque despreciamos, porque nos defendemos, colgarnos el sambenito de autoritarios porque nos oponemos severamente a desaparecer o a ser asimilados en el revoltijo castellanista es deshonesto e irritante.

EL PUNT-AVUI