Cómo hemos pasado de lo lúdico a lo ridículo es un proceso lleno de incógnitas que exigirían una explicación. Nos ayudaría a entender la estupidez dominante de lo político y socialmente correcto. Si yo observo perplejo una fila interminable de niños de parvulario, formados en parejas, cruzando las calles del Eixample barcelonés, ataviados con un mocho de fregona amarillo haciendo las veces de sombrero o postizo de cabellera, con caras de susto y enmarcados por supuestos profesores, maestros o pedagogos de pro, modernos por supuesto, lo primero que se me ocurre sería denunciarles por manipuladores de una de las fiestas más complejas de nuestra civilización. Los carnavales. ¡Qué cojones pintan los niños disfrazados de idiotas para regocijo de la estulticia de padres y maestros! Quizá la pedagogía se ha convertido en un juego perverso de adultos irresponsables.
No haría falta apelar a don Julio Caro Baroja para recordar que el carnaval fue históricamente la única fiesta cívica que sobrevivió desde la antigüedad. La única ventana de libertad frente a las instituciones religiosas y políticas. Lógico que fueran prohibidas por las autoridades franquistas desde el primer día y que a pesar de ello se consiguiera, a partir de subterfugios, que algunas sobrevivieran en condiciones de pálidos reflejos de los que habían sido. Ahora los carnavales los patrocinan los ayuntamientos, que como es sabido hasta ayer han sido las instituciones más corruptas de nuestra sociedad.
¿Para qué demonios necesitamos los carnavales en España si vivimos en un carnaval permanente? De ahí que haya coincidido lo lúdico y lo desvergonzado con una sencillez alarmante. En definitiva haciendo realidad el sueño del pleonasmo social, o lo que es lo mismo, que carnaval y política fueran sinónimos redundantes.
Me explico. Un secretario general del Partido Socialista, que parece recién salido de un casting para modelos de pasarela política, decide atarse los machos y demostrar que es un duro y que su ambición no la detiene nadie. Posiblemente porque nadie puede mantener la secretaría general de un partido sin demostrar, como mínimo una vez en la vida, que se trata de un tipo implacable y resoluto. Hasta el patético Duran i Lleida exhibe pecho una vez cada seis meses en ese matrimonio de intereses entre Convergència y Unió que exigiría otro volumen de La saga de los Rius de Ignacio Agustí: la última pareja catalana, en su sentido antiguo, que pasa por todo antes que dividir el patrimonio. Pero lo del PSOE va mucho más lejos y alcanza la sublimación del surrealismo, tratándose de tipos nacidos de la pasarela. (Debemos empezar a incluir «la pasarela», como antaño decíamos «la cucaña», para referirnos al modo de llegar al estrellato mediático y de paso al poder. Pedro Sánchez, el «guapísimo», en definición intelectual de Esperanza Aguirre, o líderes recién nacidos de las autonomías de Andalucía o Madrid o Extremadura, incluso la juez Mercedes Alaya, parecen carne de pasarela, porque el tertuliano es por esencia un voyeur ansioso de las pasarelas).
No creo que de momento exija un análisis de mayor enjundia pero la defenestración del secretario socialista de Madrid, Tomás Gómez, tipo de aspecto poco entrañable, todo hay que decirlo, pero no por ello susceptible de ser liquidado por no dar la talla para la pasarela, sí me parece un acto inédito en nuestra historia política. Es un gesto de carnaval. Primero porque nadie de sus ejecutores ha explicado alguna razón entendible para cesarle fulminantemente, y más tratándose del ¡presidente de la Comisión de Garantías! Si así se borra al de las Garantías cabe preguntar en qué consistían las tales garantías que no consiguió exhibir ni el cesado. Unos aseguran que es por un sobrecosto del tranvía de Parla. ¡El tranvía de Parla! Ni al gran Barbieri se le hubiera ocurrido mejor título de zarzuela. Otros, que era un candidato llamado a perder. Y a estos linces se les ha metido en el magín sustituirlo por el metafísico más limitado que he conocido en mi vida, Ángel Gabilondo, cuyo mayor mérito, amén de estudiar teología, que es como se dice ahora a quien pasó muchos años de seminario, es el de ser hermano de la vedette mediática por excelencia, el gran Iñaki, de Donosti.
Literalmente carnavalesco. Nunca un partido había dado pruebas de tal idiocia, variante culta de la estupidez, para suicidarse. Pero no con cicuta o con el ceremonial del seppuku o harakiri, sino con un empacho de pan rallado. Incluso se detecta miedo, auténtico terror, en el Partido Popular, porque si no apoyan al chico de la pasarela se encontrarán solos y con la mierda hasta las orejas, dirigidos por un personaje que parece disfrazado de sí mismo, Mariano Rajoy, el imperturbable, salivoso (fíjense en cómo pronuncia y en la secreción de salivilla que le sale por las comisuras). Es lo único que no puede controlar de sí mismo; quizá un defecto de fábrica. Su mamá y su partido le hicieron así: alto, esquivo en la parla y con la mirada huidiza.
¿Qué pacto contra natura han afanado entre el registrador de la propiedad que es nuestro presidente, por más que no sea el mío, y el chico de la pasarela, para que acepten una derrota pírrica y se propongan gobernar aunque sólo sea los años de la gran pantomima? Ellos son la mayor aportación al carnaval del 2015. Cabe imaginarlos incluso disfrazados, el uno de señorita de compañía, obsequiosa y taimada, y el otro de domador con tanga de piel de tigre dirigiéndose a los babuinos, que maldito el caso que le hacen.
Vale que haya ocurrido en carnaval, pero este país no es serio. Un partido arruinado de credibilidad y de talento exhibe una remake del capitán del Titanic mientras el barco hace aguas y no hay otras músicas que los boleros de Ravel que interpretamos en los medios de comunicación. Dominando la escena el registrador de la propiedad, engallando la voz y diciendo chuminadas sobre lo bien que vamos y lo mejor que iremos, mientras el mundo real se cae a pedazos.
Nuestro problema mayor no es la corrupción sino la desaparición de la vergüenza. Primero, el coro institucional, sin excepción, mitineó que ningún imputado iría en las listas electorales. Luego rebajaron el listón y exigieron que fueran acusados. No fue suficiente, eran muchos y aún tenían lengua para largar, por tanto llegamos al límite: sólo los retirarían en caso de sentencia acusatoria. Pues ni por esas. Algunos alcanzaron la gracia del mejor carnaval: sólo si la sentencia condenatoria fuera firme y no recurrida.
Señores, esto se va al carajo. Primero porque se lo han ganado a pulso, y, segundo, porque toda paciencia tiene un límite incluso para el ganado pastueño tan bien representado por nuestros más acendrados representantes de la independencia mediática. Los carnavales me han dado noticias que han evitado cualquier tentación de disfrazarme de «pantera rosa», de «policía antidisturbios especializado en desahucios», incluso de «angelet bufador» que es mi favorito para los entrados en carnes y con mal carácter.
La primera noticia se limita a una sorpresa: nadie sabe a dónde han ido a parar los 512 millones de euros que se recaudaron con la tasa judicial del sin par ministro Gallardón. La segunda, que esa dama de belfos sobreactuados por buen nombre Corina, la de los altos presentes, ha recibido 30 millones de euros «por sus servicios a España», que ya tienen que haber sido servicios, y que nos deja con el morbo de saber en qué consistían para poder apreciar su nivel de sofisticación. Y por último que el caso Palau, tan nuestro, está previsto que se vea en los tribunales, si se produce la proverbial celeridad judicial, en el 2017. Si creyera en el más allá empezaría a poner al tanto a mis hijos para que cuando suceda me lo hagan llegar y me animen a un carnaval celestial.
¿Conocen ustedes el magistral artículo de Larra sobre el carnaval de 1833? Háganme caso y léanlo. Se harán una idea de que el tiempo y la historia corren de balde.
http://registrousuarios.lavanguardia.com/premium/54426387381/index.html#ixzz3SSwoMG8w