En defensa de la vía unilateral hacia la independencia

El 9 de noviembre de 2014, cientos de miles de catalanes desconectaron nacionalmente de España en un acto de desobediencia masiva contra el gobierno de Mariano Rajoy y las instituciones del Estado. El disparate antidemocrático fue tan inmenso que no permitieron la celebración de un referéndum vinculante, ni tampoco una consulta, ni siquiera un proceso participativo, en el que la población pudiera pronunciarse sobre la independencia de Cataluña.

De este modo, todo lo que vino a continuación del 9N fue la apertura de un paréntesis que aún no se ha cerrado. Para muchos fue como llenar de aire los pulmones y aguantar la respiración todavía hasta hoy, entrar en el limbo como nación, en un estado pasajero del ser y del no ser, en un «mientras tanto» que lleva a mucha gente a formularse la misma pregunta: ¿Qué esperamos para empezar a construir la República Catalana?

Hay muchas respuestas y para todos los gustos. Pero una de las más elocuentes, ya que la defienden, incluso, algunos sectores favorables a la independencia, tanto de derechas como de izquierdas, es que no tenemos «todavía» legitimidad para materializar la independencia. Para declararla, para proclamarla, para realizarla, digamos como queramos, el hecho es que estos sectores consideran que Cataluña todavía no puede constituirse en una República Independiente.

¿Cuál es el argumento de esta supuesta «falta de legitimidad»? Pues que en las elecciones del pasado 27S no llegamos al 50% de los votos favorables (algunos dicen que tenían que ser del 51%, otros 55%…) que consideran necesarios para legitimar la apuesta independentista. Huelga decir que desde el búnker españolista se les escapa más de una risita por lo bajo cuando escuchan que sectores autoproclamados partidarios del derecho decidir exponen estos argumentos, y aún son más socarrones cuando lo afirman algunos que se han postulado a favor de la independencia.

Nuestra lucha en una lucha de liberación nacional. No es otra cosa. Ni una oportunidad para la regeneración democrática de las instituciones, ni una manera de forzar la obtención del concierto económico o de un trato fiscal más favorable para Cataluña, ni una batalla partidista, ni una simple crisis territorial. Nada de todo esto. El pueblo catalán tiene la legitimidad histórica para liberarse unilateralmente, no requiere el permiso ni la aprobación previa de ninguna institución, ni de nadie, en el camino de su liberación. ¿Es que en 1707, por poner un ejemplo, las tropas borbónicas necesitaron alguna legitimidad (que no fuera por motu propio de Felipe V) para incendiar y exterminar la población de Xàtiva?

Los fundamentos de toda estrategia independentista deben partir del hecho de que somos una nación ocupada y que, por tanto, tenemos no sólo el derecho, sino también el deber de liberarnos. Toda nación esclava tiene el deber de liberarse. Como dijo Lluís Maria Xirinacs, «una nación esclava, como un individuo esclavo, es una vergüenza de la humanidad y del universo». Por ello, el independentismo también debe tener claro que las condiciones de opresión nacional no pueden ser consideradas al mismo nivel de legitimidad que la constitución de una República Democrática Catalana.

El filósofo alemán Fichte escribió que «el pueblo es de hecho y de derecho el poder supremo sobre el que no hay otro (…) su levantamiento es, por naturaleza de las cosas, siempre justo, no sólo en cuanto a la forma, sino también en cuanto a la materia». Y eso es exactamente lo que estamos emprendiendo: la Revolución Catalana. Para la que no necesitamos otra legitimidad que la histórica, la que nos aporta el solo hecho de existir como nación y la de tener conciencia de la necesidad de liberarnos.

Dicho de otro modo: cuando una masa crítica de una nación ha tomado conciencia de sí misma (condiciones subjetivas favorables) y de su condición de sociedad oprimida (realidad material objetiva), esta se convierte en pueblo en lucha; es decir, en sujeto político revolucionario. «Lo que vale es la conciencia de no ser nada si no se es pueblo», que decía el poeta Estellés. Y si algo hemos demostrado los catalanes y las catalanas durante los últimos años, en las grandes manifestaciones del 11 de septiembre, es que somos pueblo, y uno de los mejor organizados y movilizados del mundo.

Por ello, la supuesta condición ‘sine qua non’ sobre la necesidad de superar un umbral de votos o de lograr una victoria que supere el 50% de votos (o los que sean) en un referéndum no es más que una coartada populista del unionismo y del regeneracionismo españolista. Como nación oprimida, pues, tenemos la legitimidad histórica para liberarnos y, para poder hacerlo, tenemos la valiosa herramienta de una mayoría absoluta parlamentaria y de representantes electos municipales favorables a la independencia. Y tenemos un pueblo movilizado para empujarlos cuando se arruguen, y apoyarlos cuando se arriesguen. Sin más dilación, por tanto, hay que avanzar hacia la constitución de la República Catalana Independiente.

Por otra parte, sin embargo, esto no significa que los sectores más conscientes y organizados del pueblo catalán «impongan» la independencia al resto de la población. Imponer la independencia, como imponer la libertad, obviamente sería una contradicción en los términos. Pero el Estado de las autonomías español, surgido de la reforma de la legalidad franquista, no puede ser considerado fuente de legitimidad democrática. El independentismo, de hecho, ya no reconoció ni avaló la llamada transición, como un proceso democrático, sino como un régimen de continuidad. Por lo tanto, ningún proceso electoral ni referendario bajo el marco español puede ser considerado legítimo desde un punto de vista democrático.

Así pues, para que el pueblo catalán pueda decidir su futuro, tal y como pretendía hacer el 9N, se debe dotar de un verdadero marco democrático. Sólo en un marco de libertad, el pueblo podrá decidir libremente y, éste, sólo puede ser el de la República Catalana. Porque sólo una nación libre puede decidir federarse, confederarse o, incluso, dejar de existir. Una nación sometida, en cambio, podría decidir poco más que el tamaño y la forma de sus cadenas, siempre y cuando el dueño lo aceptara. Por tanto, no veo otro camino posible, legítimo y justo que no sea el de la vía unilateral hacia la independencia.

EL MÓN