El retorno al lugar

Tengo la impresión de que vivimos unos momentos especialmente interesantes y esperanzadores, muy propios de todo fin de etapa. Es verdad que son también momentos inciertos y que la incertidumbre puede provocar inseguridad e indeterminación, pero la ilusión y las expectativas que genera todo cambio de ciclo superan ampliamente las incertidumbres. Parecería, en efecto, que una determinada forma de entender nuestro entorno, de gestionarlo y de relacionarnos en ella está llegando a su fin. Estamos asistiendo a un cambio de paradigma, en el sentido más amplio de la palabra. Las clásicas estructuras materiales e ideológicas que creíamos infalibles se están agrietando, están perdiendo su aura de solidez y su carácter de dogma. Los pilares del sistema de producción y de consumo hegemónico muestran grietas, y el modelo de crecimiento y los valores sociales imperantes hasta hace cuatro días se ven cuestionados por nuevas actitudes ante el trabajo, frente a los recursos naturales, ante el lugar. Se reclama una vida más completa, más llena de sentido, en la que el individuo sea el dueño de su destino, controle su propio tiempo, se alimente de manera más sana y viva una existencia en plenitud.

Algo pasa, algo se mueve a nivel cultural, social, incluso ético. Y es ese «algo», este cambio de paradigma señalado, lo que en buena medida explica que miramos los lugares de otra manera, mucho más emocionalmente. La modernidad nos indujo a pensar que el espacio geográfico era sólo un espacio geométrico, casi topológico, y que los lugares eran simples localizaciones, fácilmente identificables a nuestros mapas a partir de un sistema de coordenadas que nos marcaba su latitud y longitud . Y ahora nos damos cuenta de que esto no es exactamente así, sino que el espacio geográfico es, fundamentalmente, un espacio existencial, conformado por lugares cuya materialidad tangible está teñida, bañada de elementos inmateriales e intangibles que convierten cada lugar en algo único e intransferible. Lo sabíamos. El mundo siempre ha sido así y los sitios siempre se habían vivido de esta manera, pero en las últimas décadas lo habíamos olvidado. Ahora, por fin, lo estamos redescubriendo. Observo una cierta pesadumbre al hablar abiertamente y sin complejos de esta dimensión afectiva que mantenemos con los lugares, quizás influidos en exceso por las elevadas dosis de positivismo y cartesianismo (también cartográfico) que nos ha inculcado la modernidad. Pero me cuesta entenderlo, sinceramente.

Por más que nos movamos y nos desplacemos arriba y abajo, para más globales que nos sintamos, seguimos notando la necesidad existencial de identificarnos con un espacio determinado, o con muchos a la vez y de diferente escala. No he creído nunca en la expresión ‘ciudadano del mundo’, entendida como la no pertenencia a ninguna parte. Se es ‘ciudadano del mundo’ desde ‘un lugar’. Experimentamos, vivimos y amamos otros lugares a partir de un marco referencial local concreto, tangible, que no es ni mejor ni peor: simplemente, ‘es’. Los lugares actúan como vínculo, como punto de contacto e interacción entre los fenómenos globales y la experiencia individual, y más ahora que nunca.

El retorno al lugar al que estamos asistiendo no significa volver inevitablemente a modos premodernos de identificación territorial, tal como es interpretado este fenómeno por parte de una forma sesgada de entender el cosmopolitismo, muy mediática por otra parte. Entender el regreso al lugar de esta manera sería ciertamente nefasto y peligroso. No podemos volver al lugar en clave de repliegue por impotencia ante un mundo inseguro e incierto. No se trata de volver a espacios microsociales impregnados de lógicas tribales y corporativas. No se trata de amurallar de nuevo, metafóricamente hablando, pueblos, villas y ciudades. No es eso. El retorno al lugar que ahora se está produciendo va en una dirección totalmente contraria a la anterior. Se trata de un regreso en clave progresista y crítica a la búsqueda de nuevas formas de democracia y de participación ciudadana. Es, a la postre, un retorno a la política en el sentido más amplio y profundo de la palabra: la gestión colectiva, transparente y democrática de los espacios de la vida cotidiana. Retornar a la política a través del retorno al lugar implica luchar para conseguir una nueva cultura socioambiental de la ordenación territorial que dé prioridad a la cohesión social, a la gestión prudente de los recursos naturales, a un tratamiento nuevo e imaginativo del paisaje y a una nueva forma de gobierno y de gestión del territorio basada en el diálogo, la participación, la cooperación y la gestión concertada. Por eso estoy esperanzado. E ilusionado.

ARA