Cuando un escritor no puede publicar, cuando las editoriales le rechazan cada cosa que manda, ¿cómo llama a lo que guarda en el cajón? Solos de máquina de escribir, les decía Sergei Dovlatov, y tenía una buena cantidad de ellos en sus cajones, en la Unión Soviética de Brezhnev. Dovlatov fue discípulo de Anna Ajmátova y de Joseph Brodsky, aprendió de ellos a tener la guardia alta siempre, pero su época ya era herbívora: “Los herederos de Stalin son decepcionantes. En tiempos de Stalin se publicaban libros, y luego se fusilaba a los autores. Ahora ni se fusila ni se publica”. Por decir cosas como esta, el joven Dovlatov fue a parar a un campo en Siberia… pero como guardia: así habían cambiado los tiempos en la URSS, de Stalin a Kruschev y la gerontocracia.
Dovlatov quería estudiar Letras pero le dieron a elegir: tractorista o servicio militar. Eligió servicio militar: lo mandaron de guardia a un penal de delincuentes comunes en Siberia, donde pasó más tiempo castigado en una celda que como carcelero. Volvió tres años después a Leningrado con un libro en la mochila. La novedad de aquel libro era que rebatía la representación clásica de la literatura concentracionaria: el prisionero como víctima y el guardia como encarnación del régimen. Dovlatov mostraba en cambio lo que tenían en común, la influencia mutua: “Los carceleros no se distinguen demasiado de los presos. Hablan la misma jerga, piensan las mismas cosas. Y el mundo exterior tampoco se distingue mucho del mundo carcelario. A ambos lados del alambre hay un mundo básicamente igual, poblado por habitantes mezquinos, egoístas, estúpidos, perezosos y venales”.
El joven Dovlatov volvió con ese libro en la mochila y, según sus propias palabras, aburrió a todo el mundo. “Entendí por qué Turgueniev se burlaba de Dostoievski recién salido de prisión. Quizá sea una ligera bravuconada demostrar familiaridad con un material de la vida tan inquietante para los demás”. Desde que volvió de Siberia en 1964 hasta que fue expulsado por indeseable de la URSS en 1978, Dovlatov no logró publicar nada en su país. En los doce años siguientes, en Nueva York, publicó doce libros cortitos y fulgurantes y después murió tal como había vivido: de un coma alcohólico. Ya conté su historia acá, un viernes hace años (“El borracho de la casa toma la palabra”), pero la muchachada platense del sello Añosluz acaba de editar otro de los libros de Dovlatov, con el hermoso título de El Oficio, y no pude resistir la tentación, porque la buena noticia es doble: no se trata en realidad de un libro sino de dos juntos, que hablan de lo mismo. El primero se llama “El libro invisible” y cuenta las tribulaciones de Dovlatov para intentar publicar en la URSS aquel libro sobre su experiencia carcelaria. El segundo se llama “El diario invisible” y cuenta la delirante experiencia de hacer un diario en ruso en Nueva York.
La gran diferencia entre Leningrado y Nueva York según Dovlatov era que, allá, la ausencia de oportunidades le daba el derecho a considerarse un genio no reconocido: “Para mis amigos en Rusia, la falta de éxito oficial se veía compensada con una morbosa satisfacción: fracasar era nuestra manera de derrotar la estupidez que nos rodeaba, lo único que sabíamos hacer bien”. En Nueva York, en cambio, descubrió que “el severísimo mandato de ser geniales” era lo que le había impedido hasta entonces dominar el propio oficio. Ahora en Occidente podría decir lo que quisiera y publicar cualquier cosa que escribiera, porque de golpe tuvieron, él y tres amigos, un diario entero a su disposición. No sabían inglés, no tenían una moneda, desconocían hasta lo más rudimentario de la rutina periodística, cuando un simpático mecenas les dio 16 mil dólares y les pidió “un diario ruso para judíos”. En realidad salía una vez por semana, igual que el otro diario en ruso que existía en Nueva York, que llevaba sesenta años clavado en el tiempo, glorificando la monarquía de los Romanov y el catolicismo ortodoxo.
Dovlatov y sus amigos aplicaron en su diario la teoría de la lógica inversa: lo que no se podía en la URSS sí se podía en Occidente, pensaron, y dieron rienda suelta al sarcasmo que era moneda corriente pero rigurosamente clandestina en la URSS. Hicieron por escrito lo que se practicaba sólo en forma oral en su país. Por un instante fueron un éxito entre la comunidad de emigrados rusos, hasta que el diario rival los acusó de ser agitadores profesionales enviados por Moscú, y no paró hasta hundirlos. En un momento fabuloso de El Oficio, Dovlatov le contesta al geronte director del otro diario: “Somos la tercera ola de la emigración, tenemos una sensibilidad enfermiza a la demagogia y a la propaganda, y un rechazo instintivo a la retórica, tenemos una desorientación moral y política y una resistencia vital que se transforma fácilmente en agresión. Odiamos el estéril espiritismo de la segunda ola y nos hacen reír los delirios infantiles de ustedes, los de la primera ola. Sí, nosotros tenemos lo soviético adentro, es cierto. Nuestra tarea principal es vencernos a nosotros mismos. El régimen no es nuestro único enemigo. Somos rusos: además está nuestra estupidez y nuestra pereza y nuestro egoísmo y nuestro fariseísmo y nuestra intolerancia y codicia y venalidad”.
Lo que más temía Dovlatov en Occidente era transformarse en “escritor occidental promedio”. No había mucho riesgo de que eso sucediera. “El encanto, como se sabe, equilibra toda clase de defectos”, dijo una vez. Cierto; cien por ciento cierto en su caso. “El talento es como la lujuria. Difícil de disimular. Y más difícil todavía de simular”, dijo también. “Las cartas en las que ofrezco un texto a una revista o a una editorial las hago siempre en papel de lija, para que no se las puedan pasar por el culo”. Podría seguir citando dagas voladoras como ésta hasta el final de la página, pero prefiero terminar con mi momento Dovlatov favorito. Ocurre cuando su mujer emigra, con la hijita de ambos, a Estados Unidos. Él no quiere saber nada con irse, le firma los papeles de divorcio y sale a festejar con los amigos, en un raid etílico que culmina dieciocho meses después, frente a un coronel de la KGB, que le dice, desde el otro lado del escritorio: “Escúcheme, Dovlatov, mire las cartas que le escribe a esta mujer, ¿no se da cuenta de que la quiere? Hágame el favor, acá tiene el pasaporte. Deje de hacer papelones y váyase de una vez”. Dovlatov llama por teléfono a su mujer desde Leningrado para anunciarle que va para allá. Su esposa le pregunta por qué. “Porque el coronel dice que te quiero”, le contesta él.
(En el período entre que su esposa se fue y él partió de la URSS, esos meses que pasó mayormente alcoholizado, Dovlatov era guía en un museo Pushkin. Después escribió un libro sensacional sobre la experiencia, los muchachos de Añosluz lo tradujeron el año pasado: La Reserva Nacional Pushkin. La foto que acompaña estas líneas es de esa época. Dovlatov es, por supuesto, el gigante de camperón de cuero que mira fiero.)
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