De unidades y divisiones

No es lo mismo la división de opiniones, de estilos de vida, de creencias, de ideologías o de horizontes políticos en una sociedad, que la división de la sociedad que contiene toda esta diversidad. Al contrario: la cohesión interna se teje gracias a esta diversidad de hilos que acaban constituyendo la urdimbre y la trama social que la fortalecen. En realidad, en una sociedad avanzada, plural e innovadora, en proceso de cambio permanente, nada divide tanto como la pretensión de imponer una sola opinión, un único estilo de vida, una misma creencia, una ideología común o de unificar el horizonte político de todo el mundo.

Este ha sido el fracaso de la España posfranquista y que durante el proceso de transición a la democracia parecía que sería capaz de superar. Al no haberse sacado de encima su larga cultura política unificadora, centralista y homogeneizadora –y que todos los partidos políticos españoles han exacerbado cuando se han visto en ­crisis–, España ha perdido la oportunidad de convertir su diversidad lingüística, cultural y nacional en la urdimbre y la trama de un tejido social resistente. Forzando un proyecto nacional único, ha acabado despreciando la que habría sido la mejor columna de su cohesión interna.

No es extraño que Catalunya haya sido el primer eslabón roto por este fracaso, ya sea por su solvente especificidad cultural, ya por la clara voluntad y necesidad de autogobierno, o porque se la ha menospreciado económicamente. Pero me atrevo a decir que no será ni el único ni el último. Mucho me temo que si algún día España es capaz de repensar hasta superar el proyecto político de unidad nacional sacrosanta sobre el que todavía construye su orgullo patriótico, habrá llegado tarde. Y si lo mantiene, será a costa de la dolorosísima aceptación del desmenuzamiento territorial.

Desde este punto de vista, puede entenderse que aquello que es el verdadero problema de España quiera proyectarse sobre Catalunya. “Piensa el ladrón que todos son de su condición”, suele decirse. Y así, el gran argumento –prácticamente el único, y en negativo– que son capaces de esgrimir los defensores de la unidad nacional es el de una supuesta división interna de la sociedad catalana. Por lo que se ve, a la inmensa mayoría de políticos, periodistas e intelectuales españoles les pasa por alto que la única división que está en juego es estrictamente política y es la que afecta a España y no a Catalunya. En Catalunya hay división de opiniones, de estilos de vida, de creencias, de orígenes, de afectos, de clase, de intereses, de ideologías, de lenguas, de horizontes… ¡Faltaría más! Pero es esta diversidad la que teje una red de relaciones que acaba estableciendo, también, interacciones y acuerdos comunes entre las partes. Es lo propio de una sociedad democrática. Y es cierto que existen algunas divisiones dolorosas, pero son las que crean la desigualdad de derechos y oportunidades. Pero que nadie se llame a engaño: no existe una sociedad dividida.

Es cierto que en Escocia, ante el referéndum de independencia, los defensores de la permanencia en el Reino Unido también utilizaron –sin tanto dramatismo y, sobre todo, sin tanta estupidez– el espantajo de la división interna de la sociedad escocesa. Pero los de “Better together” sobre todo ponían el acento en las ventajas de la unión con el resto de los británicos, a partir de la aceptación de la legitimidad democrática de la secesión. Y después de expresarse en referéndum casi a mitad y mitad, en ningún caso la sociedad escocesa se ha dividido. La legitimidad democrática del resultado no tan sólo les ha dejado dentro del Reino Unido, sino que ha resuelto el dilema interno. En consecuencia, si de alguna cosa nos sirve la experiencia escocesa es para comprobar que lo que realmente divide España es su incapacidad para aceptar una solución democrática para la resolución de un conflicto político. Y también sirve para ver que de la expresión democrática de una diversidad de horizontes políticos no deriva ninguna ruptura social, sino una renovada dinámica política que permite avanzar a la sociedad escocesa y a la británica en su conjunto.

Alguna cosa se mueve en España, es cierto. Por un lado, el Rey y el PP visibilizando la desconexión que han provocado. También la posición de Podemos, aceptando un referéndum, es un paso de gigante aunque ya veremos qué precio tiene que pagar por ello y en qué acaba. Y que Pedro Sánchez ahora quiera “construir puentes” ya es más que sugerir terceras vías inexistentes o federalismos de poca monta. Hablar de puentes, implícitamente, señala dónde está la verdadera división, y que no es precisamente la de la sociedad catalana. Al fin y al cabo, la independencia también es, o debería ser –como he defendido desde el primer día–, una propuesta para construir unas mejores relaciones entre Catalunya y España. Eso sí, desde una relación de igual dignidad política y para favorecer los lazos históricos, culturales, comerciales y, sobre todo, entre las personas. Aquello que no ha sido posible desde dentro se resolverá mejor desde fuera.

LA VANGUARDIA