¿De quién depende?

Un supuesto del proceso era que en una república independiente habría más libertad y mejor gobierno. Nunca nadie ha podido aportar indicios racionales de tal esperanza. Es un artículo de fe, no un teorema demostrable que ni siquiera se apoya en ninguna memoria verificable. La libertad es un tema muy complejo, del que quizás me animaré a hablar otro día. Pero la presunción de una renovación política calcada de los ideales obliga a preguntarse en qué premisas se sostendría. ¿Cuándo fue la última vez que los catalanes se autogobernaron con alguna eficacia? ¿En qué fase de la historia de ese país puede decirse que la solidaridad ha prevalecido sobre las pasiones particulares? ¿En qué momento, por breve y huidizo que fuera, el pueblo ha visto en el gobierno al intendente de una finalidad superior? Si ha habido, alguno de estos momentos –el 14 de abril de 1931, quizás el primero de octubre del 2017–, han pasado vertiginosamente, dejando un rastro de desencanto.

Comprendo que haya lectores que se resarcen de las malas noticias cargando contra el portador. No caeré en la necedad de responder que los hechos son los hechos. La idea de que hay hechos pelados, sólidos, insoslayables, no contaminados por la mirada del observador ni aureolados por la interpretación es un mito en el que han caído legiones de historiadores. Algunos confunden la materialidad de los documentos con la pretendida objetividad de los “hechos” documentados, como si la tinta y el pergamino garantizaran el estatus ontológico de lo que consigna la letra. Cuando criticamos a determinados periodistas por tergiversar la realidad, menospreciar el contexto de los acontecimientos, descuidar las relaciones entre los hechos e ignorar la evidencia no lo hacemos en virtud de un criterio definitivo de veracidad. Lo que denunciamos es la disonancia –y en el caso de las ‘fake news’ la disconformidad deliberada– con el criterio profesional de escrupulosidad y fidelidad a los datos. Un criterio que no sólo forma parte de la deontología sino también de la metodología vigente en el periodismo.

Con esto quiero decir que una perspectiva poco halagüeña sobre el “estado de la nación” puede tener que ver con la articulación de conceptos que reflejan una visión decantada por la experiencia, en mi caso determinada por lecturas que sin duda han alterado el orden de los intereses y la jerarquía de las valoraciones en un contexto ajeno a las urgencias de la militancia política. Sin embargo, esta visión, afectada por los modelos de análisis y las ideas prevalentes en el ambiente en el que vivo y pienso, está sometida a determinados criterios de escrupulosidad, y es respecto de estos criterios y con metodologías homologables a discutir y, en su caso, “falsar” el análisis presentado.

El escepticismo ya no es pecado y el pensamiento disruptivo es el preámbulo del pensamiento creativo. Por tanto, insisto en preguntar: ¿qué motivos hay para pensar que en una república independiente los gobernantes serían de una pasta más selecta, más congruente con los ideales declarados? Y me atrevo a responder: casi ninguno, dado que los políticos son los que son y gobiernan o aspiran a hacerlo de acuerdo con la voluntad libremente expresada de los electores. ¿A qué lleva, pues, renegar en su conjunto? Nada avala que la concurrencia de nuevos partidos promueva una clase política más cualificada. Los adictos al todo o nada están convencidos de que el remedio de todos los males consiste en recoger nombres y ponerlos en una lista para ir cambiando hasta que suene la flauta. Especular es gratis; por tanto, especulemos a todo tren qué quieres sobre lo que debería haber pasado en octubre de 2017 y no ocurrió. Pero para entender el presente sólo existe un camino: analizar el pasado y contrastarlo con las condiciones actuales. Sensibilizados por las diferencias entre entonces y ahora podremos distinguir lo que caracteriza la experiencia contemporánea.

Pongamos de ejemplo la situación de la lengua. A finales del siglo XIX, los autores catalanes respondían creativamente a la prescripción de incorporar una cuota de castellano a las representaciones teatrales —disposición similar a la actual de un porcentaje mínimo de castellano en las aulas. Para cumplir la ley, los dramaturgos provocaban la hilaridad del público haciendo hablar en castellano a los personajes más odiosos: policías, jueces y demás funcionarios del Estado. Y el caso es que actuando así no rehuían la representación objetiva de la realidad, porque aquellas profesiones concentraban el uso del castellano y la coacción de utilizarlo. Acatando la imposición con ironía e ingenio, los escritores desprestigiaban la lengua del opresor y prestigiaban la propia.

La valoración de la lengua alcanzó las cotas más altas en los años veinte y treinta. Durante la dictadura de Primo de Rivera, a pesar de las restricciones del uso del catalán, ningún escritor de nivel renunció a ello. La excepción de Eugeni d’Ors, tránsfuga por motivos personales conocidos y nunca lamentados, confirma la regla. En un pasaje de su correspondencia durante la guerra, Joan Sales explica que, con la llegada de refugiados de las regiones españolas, en el centro de Barcelona empezaba a oírse el castellano. La sustitución del idioma arrancaba pues antes de la caída de la ciudad. Al volver del exilio a principios de los años setenta, Mercè Rodoreda encontró el paisaje lingüístico tan alterado que decidió ir a vivir a Romanyà de la Selva. Quien compare la situación del catalán al término de la dictadura con la de hoy tiene motivos de sobra para lamentar el resultado de la “normalización”.

En este tema conviene ser claros: el catalán desaparece por carencia de defensores. Políticamente se ha pasado de la indolencia de CiU al sabotaje de ERC hasta llegar al fracaso más sonado de la democracia. Esto ha sido posible porque los catalanohablantes, cuando todavía eran mayoría y podían decidir, tuvieron que elegir entre objetivos incompatibles. O restablecer el catalán como medio de comunicación por defecto, o ahorrarse de provocar el enfado del inmigrado. La mayoría eligió la opción más cómoda y más pusilánime sin tener en cuenta las implicaciones, que ahora se muestran con toda crudeza.

Los alumnos de tercero de ESO de un instituto de Girona están en pie de guerra, porque la maestra les obliga a hablar en catalán en clase de catalán. En cualquier otro país los alumnos se sublevarían si el instructor se negara a utilizar el idioma normativo, pero Cataluña es un país anómalo. El problema no es sólo la diglosia sino una educación aberrante. Este episodio ilumina de repente la insolvencia del sistema educativo y el fracaso de la sociedad. Consideren por analogía una variante en la que los alumnos se sublevan porque en clase de matemáticas deben resolver problemas de álgebra y en clase de química deben aprender la tabla de los elementos y los nombres de las cadenas de carbono. O, más cerca de la cuestión, porque en clase de inglés les hacen practicar la dicción en esta lengua. Si ya es suficientemente grave tener que enseñar la lengua autóctona como extranjera, la negativa de los alumnos a practicarla durante la instrucción revela un principio de autoridad hundido y el incumplimiento de la primera condición del aprendizaje. A la autoridad que emana del maestro cuando domina la materia responde al alumno con voluntad de aprender. Sin ese empeño la autoridad es infecunda. ‘Sine reverentia nula auctoritas’.

La autoridad del docente se ampara en la solidaridad de todo el sistema educativo, en la complicidad de los otros maestros, la asistencia de la dirección, las atribuciones del Departamento de Educación y, en última instancia, la responsabilidad de la presidencia del gobierno. Pero cuando todas y cada una de estas instancias, por inhibición o por demagogia, se demuestran incompetentes, el último recurso son los usuarios del sistema. Es la gente la que tiene la última palabra y determina el talante de la sociedad. Son los individuos quienes deciden en cada incidente si toleran la dejadez y se resignan al abuso o presionan a las instituciones a fin de enderezarlas. No hay lugar donde esconderse. La anarquía desatada en un repliegue del sistema es un indicio infalible de la anomía general.

A menudo me he preguntado por qué los dos millones y pico de personas que votaron el Primero de Octubre no repiten la hazaña ante las instituciones, empresas y comercios que lesionan los derechos lingüísticos y ahogan la lengua. La causa no es menos noble que la del referéndum y el riesgo es menor, pues proteger el catalán es legítimo e incluso legal, en tanto que deber reconocido en la constitución. Sin ser tan vistosas como las de los Onze de Setembre, las manifestaciones dirigidas contra objetivos concretos darían resultados más tangibles y probablemente más provechosos para la pervivencia de la catalanidad. Piensen en el efecto de decenas de miles de personas manifestándose ante los juzgados que imponen cuotas de castellano con el pretexto de satisfacer la demanda de un puñado de familias. O rodeando la escuela donde la maestra, sin apoyo de la dirección, no se atreve a suspender al alumnado rebelde a la asignatura. O el efecto que tendrían miles de personas ocupando las clínicas, los hospitales y los CAP donde el personal se niega a atender a los pacientes catalanohablantes. O la sencilla e indolora decisión de no patrocinar ningún establecimiento que no sirva ni ningún producto que no se comercialice en catalán. Ni comprar ningún libro en castellano, especialmente de autores catalanes que irreflexivamente, por interés o indiferencia promueven la sustitución lingüística. Y a la hora de votar, en lugar de deshojar la margarita de un independentismo que a los partidos soberanistas se les supone tanto como el valor a los soldados no bautizados con fuego, habría que distinguir entre los políticos que pagan al contado y los que solos pagan con palabras la defensa de la única expresión concreta y auténtica de la catalanidad.

Alguna vez se me ha reprochado que no suelo ofrecer argumentos propositivos. Acabo de sugerir unos pocos, sin poner fe alguna en el aprovechamiento. Pero quien sabe leer del derecho y del revés no debe tener ninguna dificultad en adivinar que en el reverso de la crítica hay una propuesta latente, al igual que en el dorso de las monedas siempre hay una cruz.

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