¿Con quién jugamos?

Si España fuera una democracia avanzada el soberanismo catalán no tendría ninguna posibilidad de triunfar. Esta circunstancia explica, en parte, el carácter minoritario del independentismo durante las décadas siguientes a la Transición: amplios sectores de la sociedad creían en un proyecto democrático compartido con los ciudadanos españoles. Si el Estado hubiera tenido gestos de cara al reconocimiento de la plurinacionalidad, de no haber apostado por una discriminación económica descarada por razón de pertenencia nacional y si en vez de combatir las demandas de emancipación con imposiciones se hubiera avenido a negociar (e incluso a aceptar) un referéndum sobre la secesión, el independentismo catalán habría tenido el mismo destino que el quebequés o que el escocés: habría perdido. La paradoja con la que se enfrenta el proceso es que precisamente por la regresión autoritaria que pueden sufrir las instituciones españolas el movimiento soberanista se encuentra en condiciones de ganar en términos democráticos. Pero la victoria democrática no es suficiente para la victoria independentista. De hecho, todavía sigue habiendo el riesgo de que la mayoría no pueda ni expresarse. En una reciente entrevista concedida a Vilaweb, y comentando la hoja de ruta defendida por las fuerzas agrupadas en torno a la candidatura ‘Juntos por el Sí’, el historiador Josep Fontana se preguntaba si realmente alguien cree que por el camino trazado se podía conseguir la separación. «¿En ocho meses?», decía Fontana «¿Es que no saben qué hay al otro lado? ¿No saben con quién se han de jugar los cuartos?» Con toda probabilidad tanto Mas como Romeva, como Forcadell o, por supuesto, como el también historiador Oriol Junqueras, saben perfectamente que en el otro lado hay un nacionalismo agresivo capaz de propiciar guerras, genocidios y dictaduras para no ceder ni un palmo de terreno, ni una migaja de las riquezas que ha usurpado. Estamos hablando de una de las metrópolis del mundo de la cual se han separado más naciones y casi ninguno sin conflicto de alta intensidad. La gran pregunta, sobre la que Fontana se muestra escéptico, es si en el contexto liberal democrático europeo los poderes del Estado llegarán a soluciones drásticas como en el pasado o sabrán reconducir el desafío a un diálogo aceptable por la modernidad. En este sentido, el factor determinante será si las instituciones de la Unión Europea mirarán hacia otro lado si se desata una ofensiva contundente contra las pretensiones catalanas o si conseguirán activar un mecanismo de presión que disuada al aparato de gobierno español de reproducir alguna de las barbaries de infausta memoria. La verdad es que casos como el de Hungría o el de Grecia no permiten acoger muchas esperanzas sobre la capacidad de respuesta europea aunque la indiferencia o incluso la complicidad con los excesos españoles supongan una profundización en la crisis que vive el proyecto de integración.

Existe, en primer lugar, la posibilidad real de que el gobierno español maniobre para que la mayoría democrática catalana no llegue ni a manifestarse el 27-S. Si tienen muchos indicios de una victoria aplastante de las fuerzas que defienden el sí intentarán ganar tiempo con alguna estrategia dilatoria. Y, en segundo lugar, si el Parlamento se llega a constituir con más escaños soberanistas al gobierno español no le bastará con recurrir todos los actos ante el Tribunal Constitucional y esperar a que desde Cataluña se acate. Dispararán artillería, sea ligera (intervención de la Generalitat por la vía económica) sea pesada (activación del artículo 155 de la Constitución o directamente declaración del estado de sitio). En definitiva, en la secesión catalana el entusiasmo por la democracia no nos debe confundir sobre el hecho de que la obtención del mandato democrático no es el final de nada sino el principio y que para lograr la independencia hará falta algo más que votos, algo que tendremos que exigir a nuestros representantes electos y que también nos deberemos de exigir a nosotros.

EL PUNT – AVUI