Tras la muerte de Joseba Arregi, Juan María Bandrés pronunció un alegato brillante y vibrante contra la tortura, que decía así: «Seguiré clamando −como lo vengo haciendo desde hace muchos, muchísimos años− contra el más grave atentado a la dignidad humana: la tortura desde el Estado practicada por funcionarios a quienes todos pagamos el sueldo. Seguiré exigiendo la derogación −aunque me quede solo− de la legislación que posibilita estos hábitos espantosos. Seguiré gritando, hasta quedar ronco, ¡que se vayan sin necesidad de pedir a nadie que los maten, (…), que asuman su responsabilidad quienes hacen que los vascos, para ser oídos, no tengamos otra alternativa que matar o que nos maten!». Se le entiende todo: el más grave atentado a la dignidad humana es la tortura desde el Estado practicada por funcionarios a quienes todos pagamos el sueldo; que asuman su responsabilidad quienes hacen que los vascos, para ser oídos, no tengamos otra alternativa que matar o que nos maten: no tengamos otra alternativa que matar o que nos maten; que se vayan [los torturadores, esos funcionarios del Estado] sin necesidad de pedir a nadie que los maten.
Hay aquí un alegato estremecedor y estremecido contra la tortura, pero hay mucho más. Hay una explicación a la violencia de ETA como si de un grito angustioso y la necesidad de ser oído se tratara. Habla de los vascos como colectivo, habla de su forzada alternativa a morir y matar: habla sobre todo de una legislación que posibilita la tortura. Bandrés, abogado y tribuno brillante, no lo decía sin pensar. Sabía de lo que hablaba y dónde lo decía, en el diario «El País» en esta ocasión, cuando este periódico ponía y quitaba gobiernos. Luego, Bandrés y otros pusieron atención y acentos en otros asuntos, sin que la legislación ni los espantosos hábitos hubieran sido derogados.
Está escrito desde la conmoción por la muerte de un militante de ETA a manos de funcionarios del Estado, que antes de morir ha podido dejar el testimonio de su calvario a Iñaki Agirre, a Xose Lois Fernandez, a Lois Alonso, compañeros presos en el Hospital Penitenciario de Carabanchel, y estos lo han trasladado por escrito en unas hojas de cuaderno que, arrojadas desde una de las ventanas de la prisión, han sido recogidas por familiares de Iñaki, entregadas en la redacción de «Egin» de Hernani y publicadas al día siguiente ocupando la totalidad de la portada del diario con un encabezado de Arregi que lo resume todo: «Oso latza izan da». Luego se publicarían las fotos del cuerpo de Joseba y, años después, gracias al testimonio de Juan Kruz Unzurrunzaga cuando se sabía al final de su vida, se conocería la arrojada operación que lo había hecho posible. Xabier Mendiguren lo ha recogido todo en un tristemente hermoso libro que ha subtitulado «Joxe Arregiren pasioa, herioa eta berpiztea».
Me correspondió el honor de recibir aquellos cuatro folios con manchas de sangre de manos de una pareja que me pidió una fotocopia de los mismos, antes de que les dijera que los verían impresos en su totalidad al día siguiente, en la primera página del periódico: no tuve que pensarlo, se corría el riesgo de la represalia, pero estaba seguro de que ninguno de los lectores a los que nos dirigíamos nos reprocharía nuestra «imprudencia». Los conservé durante años hasta el día que se los pasé a Iñaki Agirre para que se los mostrara a su padre y, naturalmente, se le olvidó devolvérmelos. Tuve el cuidado, esta vez sí, de fotocopiarlos: los originales bien merecerían ser conservados y mostrados públicamente, cuando en este país haya un museo digno de una memoria sin mentira.
Naiz