La semana pasada se conmemoró en Ucrania el genocidio conocido como Holodomor, en el que murieron de hambre millones de personas. Casi al mismo tiempo, en el Parlamento español se vivía una jornada de una tensión verbal inaudita, protagonizada por Vox. Y mientras, en China empezaba a producirse otro hecho insólito: miles de personas pedían públicamente la dimisión de Xi Jinping. Aviso para los amantes del ‘pico’ y la pincelada gruesa: en sí mismos estos tres hechos nada tienen que ver, aunque subterráneamente están afectados por una relación complicada con la memoria colectiva de sus respectivos países. No digo «memoria histórica» porque esta denominación sólo se utiliza en España: el creador del concepto, Maurice Halbwachs, lo bautizó como ‘mémoire collective’, y así suele decirse en todas partes. En la memoria colectiva de la antigua Unión Soviética el Holodomor resultaba simplemente inasumible, porque mostraba la cruda realidad de rusos oprimiendo y parasitando a otros pueblos vecinos, como en la época de los zares. En el Parlamento español no es posible asumir que la legalidad vigente –la monarquía– deriva indirectamente del golpe de estado del 18 de julio de 1936 contra la legalidad republicana, y directamente de su ‘aggiornamento’ en 1978. En la República Popular China se acaba de conmemorar el centenario del Partido Comunista, lo que incluye el terrible Gran Salto Adelante del camarada Mao y sus treinta millones de muertes por inanición, así como la siniestra Revolución Cultural, etc. He aquí tres problemas graves de memoria que probablemente no tienen solución. Se trata de relatos contradictorios, precarios, insostenibles, pero que se han apuntalado institucionalmente. Luego ocurre lo que pasa, claro… Como dice el viejo adagio escolástico, ‘ex contradictione quodlibet’, es decir, «de una contradicción puede salir cualquier cosa».
Las nociones de historia y memoria colectiva no son equivalentes, aunque a menudo se haga un uso semántico intercambiable tanto en los medios de comunicación como en determinadas argumentaciones políticas. Los historiadores contribuyen a la recuperación de la memoria, pero, por definición, lo que hacen no es otra cosa que historia, en el sentido científico o académico del término. El objetivo del historiador no es, ni debe ser, la recuperación de la memoria colectiva en sí misma, sino la búsqueda de datos objetivos y contrastados de una época determinada –textuales, iconográficos, etcétera– que permitan una interpretación coherente del pasado de acuerdo a unos protocolos metodológicos consensuados por la comunidad científica. Esta interpretación permite, como es natural, la posibilidad de recuperar la memoria colectiva; sin embargo, en sí mismo, el objetivo no es –no debe ser– esa recuperación. La memoria colectiva se basa en la sedimentación de un relato con componentes emocionales fuertes y una dimensión grupal que a menudo no coincide con la de las colectividades convencionales. También tiene una finalidad más o menos reivindicativa que la aleja en términos metodológicos de la historia académica. Por esta razón, la forma en que se percibe a sí misma, subjetivamente, una determinada comunidad no tiene por qué coincidir con lo que han analizado los historiadores. Por lo general, los rusos no asumen el Holodomor como un genocidio perpetrado en clave nacional. Los chinos simulan que la Revolución Cultural y los hechos de Tiananmen fueron cosas sin importancia. La mayoría de los españoles que votan a Vox o PP nunca admitirán que el franquismo fue un régimen criminal surgido de golpe de estado que derivó en una cleptocracia posteriormente encarnada en términos constitucionales ‘a título de Rey’.
¿Tiene remedio todo esto? Lo tuvo, pero ahora ya es demasiado tarde. La impostura ya ha cristalizado, se ha hecho sólida. Tras la descomposición de la URSS a principios de la década de 1990, en el caso de Rusia y Ucrania la memoria colectiva pudo recomponerse honestamente con una pequeña dosis de generosidad mutua. En España, esto debería haber ocurrido justo antes del período constituyente, que coincide por casualidad con el caso de China (Mao murió en 1976). Con todos sus defectos, en Alemania y en Francia fueron más expeditivos. «El antisemitismo –dijeron– ya no es una opinión: es un delito». ¡’Chapeau’! Aquí, en cambio, todo sigue siendo más o menos «una opinión». Companys no murió fusilado: creo que se cayó de un tranvía. Los treinta millones de muertes del Gran Salto Adelante de Mao son mentira. La culpa de la invasión de Ucrania es de la OTAN. Walt Disney está congelado. Es mi opinión, y todas las opiniones son posmodernamente válidas.
ARA