Salvador Cardús
Es comprensible que nos enoje ver que los políticos españoles y sus partidos, a pesar de sus grandes rivalidades, cuando se trata de cuestiones de estado se ponen rápidamente de acuerdo, mientras que aquí ocurre justo lo contrario. Los catalanes, cuanto más relevante es el desafío, cuanto más afecta al núcleo mismo de la nación y su existencia, más incapacidad mostramos para la avenencia. Y si bien esto ha sido una constante histórica, desde el Primero de Octubre de 2017, es una permanente constatación, extremadamente dolorosa y profundamente decepcionante.
Lo acabamos de constatar, de nuevo, cuando a pesar de la extrema gravedad del caso de los espionajes indiscriminados a personas vinculadas al independentismo, los partidos españoles, incluido el PSC, enseguida se han puesto de acuerdo en justificarlos y en no dejar que se investiguen ni parlamentaria ni judicialmente. “Y qué quiere que haga un país, un gobierno…”, decía la ministra Margarita Robles, que estos días derrama patriotismo desbocado en cada declaración pública. “Son cosas que pasan”, decía el exministro y aspirante a president de la Generalitat, Salvador Illa, con esa cara de “¡a mí qué me cuenta!”, relativizando la gravedad del asunto. Tienen razón: ellos son sólo piezas al servicio de un Estado que defiende los intereses de la sacrosanta unidad de la patria. Entretanto, ni los propios espiados catalanes, sentados en la misma mesa pero mirándose por el rabillo del ojo, no eran capaces de una respuesta común…
La pregunta, por tanto, es por qué España responde con tanta unanimidad patriótica mientras aquí no somos capaces de poner el país por encima de las propias diferencias. Y la respuesta, desde mi punto de vista, no debe buscarse ni en fatalidades históricas, ni en psicologías colectivas, ni en incompetencias individuales. La única respuesta que me parece convincente es que en España tienen un interés común en preservar, el Estado y todos los privilegios que de él se derivan, mientras que nosotros sólo tenemos un futurible incierto, una promesa que debería pagarse con un riesgo elevado. Más aún: con nuestra división no sólo no perdemos nada concreto, sino que el Estado nos ofrece las únicas migajas asequibles y sin peligro, y con total ingenuidad nos hacemos cómplices de la dominación.
Lo diré de otro modo. La unidad patriótica de unos y la desunión nacional de otros son la cara y la cruz de una misma realidad estructural bien trabada. No es cuestión de voluntades, de inteligencia o de liderazgos. No: es el resultado de una estructura política que determina esta lógica que hace fuertes a unos mientras debilita a otros, incluso al margen de sus voluntades particulares. Haciendo una paráfrasis de lo que escribía Marx en el prefacio de su ‘Contribución a la crítica de la economía política’ (1859), podríamos decir que «en la producción política de nuestra existencia, españoles y catalanes entramos inevitablemente en relaciones definidas que son independientes de nuestra voluntad». Y todavía, que: “No es la conciencia lo que determina nuestra existencia, sino al contrario, es nuestra existencia en España lo que determina nuestra conciencia sumisa”.
Ya sé que ésta es una visión profundamente determinista. Pero la prefiero a la que hace culpables a las propias debilidades personales y colectivas de la incapacidad de liberarnos de la dependencia española. Es cierto que es más difícil romper un círculo vicioso estructural que esperar a un líder que salve la patria. Pero el primer paso para liberarnos colectivamente de una estructura opresiva es liberar nuestras conciencias y no autoflagelarnos siempre buscando ‘botiflers’ y traidores en cada esquina. Y el segundo paso, claro, es dejar de confiar en el adversario, porque él también está determinado por su posición dominante, de la que no puede deshacerse apelando ni a concordias ni a la buena voluntad.
ARA