Josep Lluís Carod-Rovira
Ante la estupefacción, la incredulidad y la incomprensión de algunos, entre los que me cuento, el 14 de abril algunos ayuntamientos, partidos, entidades e individualidades celebraron la proclamación de la República… española. Y no hablo de España, sino de ahí, pues una conmemoración así no debería ser apenas noticia si se tratara de partidos, entidades e individualidades españolas. Pero sí debe serlo si los celebrantes en cuestión son catalanes que, además, se declaran independentistas, es decir, que quieren que su país se separe de España, tanto si ésta tiene monarquía como república, y pueda convertirse en un nuevo Estado independiente y soberano.
Nuevamente, como el año pasado, en la fachada de la Casa Consistorial de algunos ayuntamientos, ha vuelto a ondear, durante un día, la bandera española republicana. Esto en algunos municipios gobernados exclusivamente por los tres o por alguno de los partidos que aseguran ser independentistas. Siglas soberanistas, aquí, en el País Valenciano y en Baleares, parecen sumarse también a esta ceremonia provinciana, expresión clarísima de una mentalidad política subordinada y dependiente.
Como en una especie de liturgia ancestral, de obligado cumplimiento, por whatsapps, correos electrónicos y mensajes variados en las redes sociales, se ha producido una nueva oleada de republicanismo español, con bandera e himno incluidos, ola promovida y recibida por independentistas, como si nada. La bandera tricolor llega, a menudo, acompañada del santoral laico propio de este símbolo: Dolores Ibarruri (Pasionaria), Federico García Lorca, Antonio Machado y Las ‘trece rosas’, en unos montajes de vídeos o PowerPoint paridos con un entusiasmo de más no poder. Como si en este país no tuviéramos banderas, himnos y «santos» propios y, por eso, debamos ir a buscarlos fuera…
Se hace muy difícil de explicar a amigos extranjeros, convencidos de que en el Principado hay un gobierno independentista, con una mayoría independentista en el Parlament, que sean justamente los independentistas quienes, en vez de utilizar la simbología propia, tengan que recurrir a una foránea para visualizar la concreción de su ideal político. Sobre todo porque, se supone que en pleno proceso de emancipación nacional, nadie se imagina, en una situación similar, a los independentistas argelinos exhibiendo la bandera de la República francesa y toda la parafernalia republicana francesa que le acompañaba, o bien a los vietnamitas, renunciando a sus propias señas de identidad colectiva. Ni se imagina haciendo lo mismo ahora a los independentistas de Nueva Caledonia.
Llegados a este punto, uno tiene derecho a preguntarse cómo hemos podido llegar hasta aquí, aceptar esta situación tan anómala con naturalidad y, lo que es peor, argumentar a su favor. Cuando se otorga carta de naturaleza simbólica a una bandera, como si la española republicana fuera la representación máxima, incuestionable, insustituible, del republicanismo universal, a partir de ahí puede ocurrir cualquier cosa. El desconcierto, la decepción y la sensación de que no hay nadie al volante del coche es grande, sobre todo si, como ahora, vamos directos hacia el matadero, eso sí, con bandera española altura e himno de Riego, para amenizar el sacrificio.
Se admite la naturalidad del uso del español aquí y su posición discriminatoria y privilegiada, como una situación por completo normal. Y cada vez más, esta lengua va ocupando los pocos espacios que le quedaban al catalán. Cuando una lengua es subsidiaria de otra, una bandera subordinada a otra, unos referentes simbólicos, unos personajes, unos himnos también dependientes de otros y, finalmente, una república subalterna de otra, ha terminado el proyecto nacional porque la nación como tal se ha convertido también en subordinada, subalterna, subsidiaria. Una no puede existir sin la otra, por lo que el mensaje está claro: no habrá república catalana sin república española. Y, más aún, esta última es la que debe acoger, fraternalmente, al festival de repúblicas a proclamar el día glorioso.
En serio que me cuesta creer que algunos ‘padrinos’ de lo nuestro no se den cuenta de lo que pasa y de lo que ellos, con su ceguera dimisionaria, permiten, cuando no promueven, directamente. El proceso de sustitución, pues, no es sólo lingüístico, es también simbólico, emocional, cultural, ideológico, político, y empieza a ser también nacional. Francamente, con este panorama, no me sorprendería que entre el 50% de catalanes que aseguran conocer cómo se llama el president de la Generalitat de Cataluña, no encontráramos más de uno que, hecha la pregunta, soltara, con la mayor normalidad del mundo y sin inmutarse, ese nombre de presidente que celebra la onomástica el 29 de junio: Pedro Sánchez.
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