Héctor López Bofill
La guerra en Ucrania causada por la invasión del ejército ruso ha evidenciado que, por desgracia, en pleno siglo XXI y en Europa, los conflictos territoriales se siguen resolviendo con guerras y exigen el sacrificio de miles de vidas. Todos los movimientos de emancipación nacional, también el independentismo catalán, a pesar de que el principio democrático y el pacifismo hayan constituido los elementos centrales de su legitimidad y de su acción política, deben tomar buena nota de lo que está ocurriendo en al otro lado del continente.
La primera consideración a asumir es que el pacifismo puede ser el valor supremo de los miembros de una comunidad nacional que aspira a convertirse en un Estado o a conservarlo, pero esta actitud es suicida si tu vecino o la nación dominante de tu Estado se deja poseer por una voluntad imperial expansionista y exterminadora. Quien sufre la agresión no es responsable de la violencia y por eso tiene el derecho básico de defenderse. Dado que la claudicación del gobierno ucraniano no les habría salvado de la destrucción y del sometimiento completos, la resistencia militar a ultranza se ha perfilado como la única alternativa para la supervivencia nacional.
El coraje del pueblo ucraniano y del liderazgo del presidente Zelenski ha tenido un innegable efecto benefactor para su causa a pesar del coste que se está sufriendo: la cohesión de la nación ucraniana. La circunstancia de que las primeras víctimas de la brutal ofensiva puesta en marcha por el régimen de Vladimir Putin hayan sido comunidades rusófonas con las que había una evidente afinidad nacional con la población del otro lado de la frontera ha llevado a la mayoría de estos sectores a un alineamiento sin fisuras en la defensa del Estado en el que viven. Cuanto más injustificable, desproporcionado y cruel sea el ataque de la nación dominante más contundente puede ser la ruptura de los vínculos afectivos hacia esa nación que todavía conserven determinados sectores de la sociedad atacada.
Éste ha sido un trabajo que el independentismo catalán no fue capaz de hacer cuando en octubre de 2017 el Estado español respondió de forma abusiva a la celebración de un referéndum ni tampoco durante la represión posterior contra los dirigentes del movimiento independentista y sus bases. Quizás una resistencia más firme en la defensa de la declaración de independencia del 27 de octubre del 2017 ante el asalto salvaje que el aparato de Estado preparaba (como ha puesto de manifiesto recientemente el general Fernando Alejandre, exjefe del estado mayor de la defensa de España) habría profundizado en la creación de estos vínculos de solidaridad a pesar de los sentimientos de pertenencia nacional.
Por último, el caso ucraniano también nos pone frente al espejo en la capacidad de generar empatía incluso en nuestro contexto liberaldemocrático europeo. Es la determinación y la capacidad de ofrecer sacrificios en la lucha hacia la libertad lo que despierta la admiración de las demás naciones y la capacidad de reconocimiento. Seamos realistas: en el contexto de las violaciones masivas de derechos fundamentales que un conflicto de alta intensidad supone y que ha llevado al sistema del Convenio Europeo de Derechos Humanos a una crisis sin precedentes, difícilmente tendrán mucha repercusión posibles condenas al Reino de España por una pena de privación de libertad desproporcionada. Seguramente es injusto por completo que se exija más sufrimiento a quienes reclaman un lugar en el concierto de las naciones, pero obviarlo es no saber cómo funciona el mundo.
El Punt Avui