Información y propaganda

Quiero sostener la tesis de que la actual producción y circulación de información cada vez está más supeditada a los debates ideológicos del momento. Dicho con contundencia: cuesta distinguir qué es información y qué es propaganda, particularmente cuando va ligada a la defensa de «buenas» causas. Y, en consecuencia, cada vez es más difícil tener información de lo que no forma parte del corpus de «problemas» que establece la ideología dominante, ya sea de carácter reaccionario en unos círculos o bien progresista en otros.

Se podría decir, en cierto modo, que la información está siguiendo los patrones evolutivos de la publicidad. De anunciar objetos por sus características y ventajas se pasó a vincularlos con la aspiración a determinados estilos de vida. Después, los objetos tuvieron que transmitir emociones. Y en los últimos años han prometido experiencias. Mucha de la publicidad actual todavía se sitúa en estas dos últimas fases. Pocas veces un vehículo ofrece seguridad o potencia: lo que ahora proporciona son emociones vitales y experiencias insólitas.

Últimamente, sin embargo, el nuevo patrón es el de la publicidad «con causa». Empezaron las compañías energéticas con anuncios a favor de la sostenibilidad ambiental, justo lo contrario de lo que provocan. Una buena estrategia de disimulo. Se ha añadido la banca, que después de años de promover la avaricia, en lugar de ofrecer intereses ahora habla y reflexiona vendiéndonos filosofadas de autoayuda. En la misma línea de disfrazar lo que se es, hay un grupo mediático que asocia su imagen -la web corporativa parece la de una ONG- con el compromiso en el uso responsable de las redes. Entretanto, sus canales de televisión se dedican a anunciar empresas de juego por internet, uno de los riesgos más peligrosos en este terreno. Y, como última novedad del verano, estamos viendo cómo se puede anunciar cerveza sin ni tener que hablar de cerveza.

Pues bien: a falta de una investigación sistemática que permita afirmarlo de manera definitiva, sostengo que esta evolución de poner el foco en los hechos a ponerlo en los principios está marcando el estilo de nuestro sistema informativo. Ya no basta con ser ante un acontecimiento grave que rompa la normalidad cotidiana para definir la agenda informativa de un medio, sino que cada vez más son las grandes causas las que determinan la importancia de un hecho y su jerarquía informativa. Y los medios, más que portadores de noticias, se han convertido en abogados de buenas causas. Simplificando: existe el riesgo de que un incendio ya no sea tan relevante por lo que ha destruido como por la desolación emocional provocada y, sobre todo, por haber ilustrado la realidad del cambio climático.

No debería ser necesario que dijera -pero hay que evitar malentendidos- que aquí no discuto la bondad de las causas que se defienden. ¿Quién puede -en mi entorno- no compartir la importancia de acabar con las discriminaciones de género, de combatir el cambio climático, de defender el consumo sostenible y reducir la huella ecológica? ¿Quién puede no estar de acuerdo en denunciar la dificultad de acceso a la vivienda, la exclusión social o el riesgo de pobreza?

La pregunta, sin embargo, es si la relevancia de una información debe estar predeterminada sólo por la causa que contribuye a defender. La cuestión es si pasa algo fuera de este corpus de problemas que se consideran legítimos y dignos de ser discutidos, de ser reconocidos, y que varían -por cierto, muy rápidamente- según la conciencia social de cada momento. El interrogante es hasta qué punto el principio que se defiende condiciona la calidad -me atrevería a decir la ‘verdad’- de la información. ¿No encuentran que hay una sobrecarga moralizadora en los relatos informativos que nos llegan que puede acabar provocando lo contrario de lo que se proponen? Mi preocupación, en definitiva, es saber hasta qué punto la bondad de una causa justifica convertir la información en propaganda.

ARA