Cuando el candidato a presidente del Gobierno español Pedro Sánchez insiste en reducir el problema del «separatismo catalán» a un asunto de convivencia -«nada más, y nada menos», repitió en el discurso del pasado Martes 21-, es que implícitamente ha asumido las tesis de Aznar -que Cataluña se dividiría-, y que piensa mantener la estrategia de Ciudadanos de jugar a provocar esta fractura social o, al menos, de hacer creer que ya se ha producido para sacar rendimiento de la misma.
La tentación de dicho unionismo -ellos lo llaman constitucionalismo- ha sido doble desde el primer momento. Para quitarse las pulgas políticas de encima, cobardemente, por un lado decidió judicializar el conflicto, y es claro que Pedro Sánchez no tiene el poder suficiente para pararlo, suponiendo que quisiera hacerlo. Por otro, con no menos pusilanimidad, la estrategia fue llevarlo al terreno emotivo, metiendo miedo, amenazando, intentando erosionar la cohesión de los catalanes que con tanto ahínco se ha cuidado. Nada nuevo, tampoco, por el lado del PSC que durante años vivió del chantaje de decir que era quien podía controlar las viejas fracturas migratorias del siglo XX sin que -ahora se ha visto- fuera capaz de coserlas… si es que alguna vez lo había pretendido hacer.
Ocurre, sin embargo, que el problema del supuesto unionismo español es que parece no darse cuenta de que la verdadera y más peligrosa fractura con la que está jugando es la de la política española. El espectáculo bochornoso de la Cámara de Diputados el día de su constitución, metiendo ruido para evitar que se pudieran escuchar las palabras de los nuevos diputados independentistas, cuatro de ellos en prisión, lo ilustra a la perfección. En el Parlamento de Cataluña ya hemos vivido, también, momentos lamentables provocados por los mismos que el martes boicoteaban las expresiones de acatamiento forzado y provisional a la Constitución. Pero ahora ya lo tienen en su misma casa. ¡No sé cuánto tardarán en darse cuenta de la peligrosidad de los de Arrimadas y Rivera!
Esto, por supuesto, no disminuye nada los riesgos a Cataluña. La exacerbación de los dos polos políticos en conflicto, si bien prácticamente no perturba la vida cotidiana de los catalanes, sí tensa su vida institucional. La victoria de «Eines de País» («Herramientas de País») en la Cámara de Barcelona lo ha mostrado. La sorpresa -por decirlo de alguna manera- es que quienes la habían controlado hasta ahora desde una posición política muy determinada, es decir, la del cadavérico ‘statu quo’ autonómico, ahora acusan de politización a quienes ellos mismos habían excluido precisamente por razones políticas. Es triste que desde Cataluña mismo haya quien pique el anzuelo. Sólo había que ver cómo cierta prensa y algunos periodistas osaban preguntar a los ganadores lo que nunca habían preguntado a los anteriores gestores: «¿politizarán la Cámara?», «¿Harán políticas excluyentes?». ¡Virgen santa!
Es agotador tener que volver a lo mismo una y otra vez. Quien se ha cargado el autonomismo es el Estado, incómodo con la descentralización administrativa que había permitido ir creando en Cataluña una conciencia de país cada vez más consistente. Todas las encuestas mostraban que, antes de hacer ningún giro independentista, la identificación nacional de los catalanes con el país crecía, mientras se mantenía el grueso de indiferentes, mal llamados de «identidad dual». En cambio, se había reducido a la insignificancia la identificación como españoles (lo de «sentirse más español que catalán, o sólo español») que de 1980 a 2006 había pasado del 40 por ciento a estar por debajo del 10 por ciento. ¡Los guardianes defensores del unionismo tenían buenas razones para alarmarse!
Aunque la ciudadanía se dio cuenta mucho antes, con una notable indiferencia ante el nuevo Estatuto de 2006 en el que la participación no llegó al 50%, el golpe de muerte al autonomismo lo dio el Tribunal Constitucional. Probablemente, la misma reacción del TC ya la causó el tsunami independentista al alza desde 2003. Los poderes del Estado, que a menudo hacen ver que no entienden nada, tenían que estar asustados para llegar a cometer un error tan grande. Los más acreditados juristas españoles lo reconocen: el pacto del 78 lo rompió el TC en 2010. ¡Aquello sí que fue la entrada de un elefante en una cacharrería!
Dicho de otro modo, y para entenderlo todos los que de nosotros mismos despistados: lo que divide realmente es, paradójicamente, el ‘soi-disant’ unionismo, no el independentismo. El independentismo, por vocación o por necesidad, sólo puede ser inclusivo. Es la condición de su victoria. Por eso a veces es incluso miedoso. El unionismo es arrogante porque se siente fuerte o porque es su vieja cultura política, y cuenta con ganar la batalla dividiendo, reprimiendo y excluyendo. La condición de la victoria del soberanismo, como se suele decir, es la persistencia tenaz pero tranquila, la mirada inclusiva y considerada hacia el adversario, el no dejarse llevar por actitudes reactivas. La división, ahora, está en el tejado de los separadores, no de los que buscan la unidad de su pueblo y defienden su dignidad. Quien ha sembrado división, estén seguros, la cosechará.
Publicado el 27 de mayo de 2019
Núm. 1824
EL TEMPS