Hace un par de días fui al cine a ver La muerte de Stalin, una de las películas que más me han hecho reír en los últimos años. Se empezó a hablar de ella en el mes de enero, cuando el ministro ruso de Cultura, a solicitud de un consejo de notables, le retiró la licencia de exhibición. Me llena de melancolía que entre los miembros de ese consejo figure el nombre del antaño admirado cineasta Nikita Mijalkov, autor por ejemplo de Quemado por el sol, una de las películas más célebres sobre las purgas estalinistas. ¿Cómo puede ser que Mijalkov, que hace un cuarto de siglo triunfó condenando el pasado estalinista de Rusia, se rasgue ahora las vestiduras porque una comedia más o menos desenfrenada pone en solfa ese mismo pasado? Mijalkov y sus compañeros del consejo exigieron la prohibición de La muerte de Stalin bajo las acusaciones de “propagar el odio y la hostilidad” y de “humillar a los rusos”. ¿Cómo puede un creador libre acabar convirtiéndose en un vulgar censor, en un inquisidor de la obra de los demás?
Claro que la Rusia de hace un cuarto de siglo se parece poco a la actual. Si entonces estaba aún vigente el espíritu aperturista de la glasnost, en la actualidad imperan la cerrazón, la solemnidad y la suspicacia propias de los nacionalismos. Este mismo mes, sin ir más lejos, el muy nacionalista Vladímir Putin se ha dedicado a exhibir su nuevo catálogo de armas y misiles supersónicos, capaces según él de eludir las defensas estadounidenses. Se diría que la Rusia de hoy añora su antiguo estatus de gran potencia militar, con toda su capacidad de intimidación, y que en esa añoranza no distingue demasiado entre el imperio de los zares y la Unión Soviética pues, del mismo modo que erige estatuas en homenaje a Iván el Terrible, se escandaliza porque unos cómicos extranjeros se cachondean del pequeño dictador georgiano y su camarilla de monstruos. ¡Que no vengan de fuera a reírse de nuestro Stalin, nuestro Beria y nuestro Molotov!, claman Mijalkov y sus amigos erigiéndose en portavoces de todos los rusos.
La película está llena de momentos verdaderamente hilarantes. Cuando los agentes de la policía política, la temible NKVD, se presentan en la dacha de Stalin para borrar todas las huellas de su estancia, vemos cómo, tras vaciarla de utensilios, muebles y obras de arte, salen en compañía de dos hombres idénticos al dictador, ambos con expresión aturdida, como si después de varias semanas vieran por primera vez la luz del sol. “¡Los dobles!”, grita entonces un oficial, “¡su contrato ha expirado!”. Me acordé entonces de Espérame en el cielo, la estupenda comedia de Mercero acerca de un hombre que por su parecido físico con Franco es obligado a sustituirle en las apariciones públicas peligrosas. Y, ya puestos a recordar comedias sobre dictadores, pensé también en El gran dictador y en To be or not to be, de Chaplin y Lubitsch, respectivamente, que tuvieron el acierto de caricaturizar a Hitler cuando todavía estaba en el poder… ¿Se les ocurre algo mejor que el humor para dar su merecido a los dictadores y expedirlos hacia la posteridad convertidos en risibles piltrafas?
Uno de los pocos personajes de la película que no salen mal parados es la doliente y delicada Svetlana, hija del tirano. Casualmente, leí hace poco Las rosas de Stalin, la excelente novela en la que Monika Zgustova recrea la segunda mitad de su vida, y no pude sino sentir simpatía por esa mujer de trágico destino, perseguida siempre por la larga sombra de su padre. A Zgustova nadie le podrá poner las objeciones que le pusieron a Martin Amis cuando escribió Koba el Temible, su libro sobre Stalin, porque, a diferencia del novelista británico, ella sí ha tenido acceso a la bibliografía existente en ruso sobre la familia Stalin. Barcelonesa de origen checo y traductora del ruso (entre otras lenguas), Monika Zgustova publicó hace pocos meses otro gran libro sobre el estalinismo. Vestidas para un baile en la nieve es una devastadora colección de testimonios de mujeres que pasaron por el gulag. Algunas de ellas fueron enviadas a Siberia por falsas denuncias de personas que simplemente aspiraban a quedarse con su apartamento. En otros casos, ni siquiera hacía falta que te atribuyeran comportamientos contrarios al régimen o al partido: bastaba, por ejemplo, con que te gustara la poesía triste, porque la tristeza era considerada antisoviética… Eran tiempos atroces, y ni siquiera el acatamiento y la sumisión constituían ninguna garantía. Alexánder Solzhenitsin contaba la historia de cierto homenaje a Stalin al final del cual, como no podía ser de otro modo, los delegados prorrumpieron en estruendosas ovaciones. La cosa se alargó durante varios minutos porque, ante la atenta mirada de los agentes de la NKVD, ninguno quería ser el primero en dejar de aplaudir. Cuando por fin un dirigente local, agotado, cesó en su aplauso y se sentó, los demás siguieron su ejemplo. Al día siguiente, el dirigente local fue detenido y condenado a diez años de prisión.
LA VANGUARDIA