El mundo de las democracias actuales es un mundo presidido por el pluralismo moral y por el pluralismo político. Se trata de dos tipos de pluralismo que combinan aspectos de consenso y de disenso entre los ciudadanos y entre las organizaciones políticas y sociales sobre cuáles son los principales valores y objetivos de la vida individual y colectiva. A pesar de que suelen repetirse determinados conceptos y valores con vocación legitimadora (libertad, igualdad, bienestar, dignidad, interés general, pluralismo, transparencia, etc), siempre hay un disenso, es decir, desacuerdos sobre la interpretación de estos conceptos y valores y objetivos, así como sobre su jerarquización cuando en la práctica entran en contradicción.
Algunos académicos pretenden que este disenso moral y político resulta superable a partir de una «discusión racional» con reglas aceptables para todos y una participación en pie de igualdad entre todas las partes. Algunos filósofos, como Rawls o Habermas, han ofrecido diversas y sofisticadas versiones de esta estrategia.
Cuando las cosas sometidas a discusión no despiertan una oposición muy frontal o cuando no resultan muy trascendentes, esta estrategia puede funcionar. Sin embargo, cuando se trata de confrontar cuestiones que reflejan lo que se ha llamado «diversidades profundas» (Berlin, Taylor) en las democracias -cuestiones de clase social, de carácter nacional, etc- el logro de un consenso sobre la interpretación y la jerarquización de valores en la práctica se revela casi imposible. En este caso, la estrategia de establecer un consenso con criterios meramente teóricos y procedimentales revela, en el mejor de los casos, un error conceptual sobre el significado y el sentido de determinados tipos de pluralismo en las sociedades democráticas.
En cuestiones de diversidad profunda creo que resulta más conveniente aceptar la imposibilidad de consensos de carácter teórico o procedimental y tratar de buscar acuerdos de carácter más pragmático, basados, en último término, en la negociación y el voto. Y para ello resulta conveniente admitir de entrada que existe un disenso conceptual y normativo profundo que no resulta superable a través de la mera discusión pública.
Un caso paradigmático de diversidad profunda lo constituye la cuestión de cuáles son los demos que legítimamente pueden conformar un Estado. Se trata de una pregunta que, paradójicamente, las teorías clásicas de la democracia no se plantean ni, por tanto, responden. No lo hacen ni las teorías de carácter más liberal ni las de carácter más republicano. Estas teorías más bien toman el demos de la colectividad política como un hecho ya decidido, como un dato a tener presente, con independencia de cómo se han formado históricamente los estados, para luego sólo plantearse cómo este demos accede al cratos, el poder, o cómo participa en el mismo.
Las sociedades plurinacionales (Bélgica, Canadá, Reino Unido, España) están caracterizadas por la diversidad profunda del pluralismo nacional. Se trata de sociedades más complejas que las de carácter uninacional. El «pluralismo de valores» (Berlín) presenta aquí más dimensiones y más campos de aplicación. En estas sociedades no se pueden presuponer determinados consensos implícitos que se dan en las sociedades uninacionales, siempre más simples en términos de legitimidad colectiva. De hecho, buena parte de los ciudadanos de los diversos grupos nacionales del Estado no comparten ni la caracterización nacional de este último, ni la visión sobre el origen del Estado y su historia, ni el significado de valores liberales y democráticos como la libertad, la igualdad, el pluralismo o la dignidad en aquel contexto determinado. Este ciudadanos viven mentalmente en mundos diferentes. No hay consenso sobre cuál es el demos legitimado para formar un Estado ni sobre quién tiene derecho a decidir quién es este demos.
La complejidad de las sociedades plurinacionales requiere un constitucionalismo más pragmático y más revisable que el de las sociedades uninacionales. En estados plurinacionales, el «patriotismo constitucional» resulta más bien un engaño. No hay atajos. La política comparada ofrece algunas soluciones institucionales para proceder a la acomodación de sociedades plurinacionales. Sin embargo, en el caso de que estas soluciones se hayan intentado y no hayan tenido éxito, resulta difícil en términos de razonabilidad moral y de racionalidad política negar a las naciones que conforman una minoría permanente en un Estado, especialmente si se ha conformado a través de la coacción (guerras, anexiones territoriales, imposiciones culturales, colonizaciones, etc), el derecho a formar una colectividad política propia. Negar esta posibilidad supone una coacción ilegítima por parte de la Constitución y las instituciones del Estado de turno. En una democracia, las leyes nunca deberían convertirse en prisiones normativas. Deberían poder ser revisadas y reformadas con condiciones de plausibilidad práctica.
Creo que un consenso pragmático inteligente en sociedades plurinacionales consiste en establecer tres cosas: 1) un análisis realista de la situación, aceptando que la realidad nacional del Estado es plural, expresada en un disenso permanente, que debe resolverse con voluntad de reconocimiento y de acomodación colectiva y de estabilidad; 2) instituciones y procedimientos que articulen elementos de los tres tipos de acuerdo más solventes que ofrece para estos casos la política comparada: confederalismo, federalismo plurinacional y acuerdos consociacionales; y 3) procedimientos de garantía sobre el cumplimiento de los acuerdos constitucionales (incluyendo, en su caso, mediaciones internacionales). Sin esta tercera condición, sin reglas que garanticen que los acuerdos se cumplirán y sobre cómo proceder si no se cumplen, el reconocimiento y la acomodación de la diversidad nacional seguirán sin resolverse.
En el caso español, soy muy escéptico sobre la posibilidad de llegar a acuerdos de reforma constitucional con los dos principales partidos españoles que resuelvan la cuestión del pluralismo nacional del Estado. La resolución del tema de la plurinacionalidad en una democracia liberal avanzada parece que se encuentra más allá de las posibilidades culturales, mentales, de los dos principales partidos españoles. No es sólo que no quieran llegar a soluciones plausibles para resolver el tema de fondo, la plurinacionalidad, sino que me temo que no podrían hacerlo aunque quisieran. Hay demasiados siglos, demasiadas inercias de una cultura política autoritaria, refractaria al pluralismo, tanto en la derecha como en la izquierda españolas. Demasiado nacionalismo y demasiado concepción jerárquica y afrancesada del Estado.
Obviamente, sería conveniente que el proceso político emprendido en Cataluña llegara a una solución acordada y estable, sea con la independencia o con una solución que combinara elementos de los tres tipos de acuerdo mencionados anteriormente. Pero los problemas se solucionan, primero, definiéndolos bien; después, enfocándolos con las máximas garantías liberal-democráticas aplicadas al caso concreto, y, finalmente, sabiendo a dónde tienen que ir a buscar las soluciones para hacerlas plausibles y estables. Y los actores políticos españoles no hacen nada de esto. Ni creo que tengan capacidad de hacerlo.
Sólo desde el consenso que en España hay un disenso profundo de conceptos y valores relacionados con el pluralismo nacional, así como desde la voluntad de llegar a acuerdos pragmáticos revisables y con procedimientos de garantía de su cumplimiento, resultaría posible resolver el tema de manera compartida. Sólo a partir de un consenso inicial sobre este profundo disenso resultaría razonablemente solucionable la cuestión de fondo. De momento, en la España actual, creo que todo esto es poesía. De hecho, lo que hay es una política explícita y exhaustiva de recentralización. En las leyes, en las instituciones, en los procedimientos y en los presupuestos. El horizonte para Cataluña es la desconexión de la legalidad y de las instituciones españolas. No hay alternativas plausibles.
ARA