Los días posteriores al 18 de septiembre, fecha de la muerte de Marcel Reich-Ranicki, los periódicos alemanes llenaban páginas y páginas de comentarios, glosas, citas y recuerdos del gran hombre, y yo diría que en ningún otro país la figura de un crítico literario (un gran crítico, eso sí, seguramente el más grande, y un personaje excepcional) pudo provocar un eco equivalente, ni de lejos. En la ceremonia de despedida fúnebre, la Trauerfeier, estaba incluso el señor Johannes Gauck, presidente de la República Federal, lo que me costaría imaginar en Italia, en Francia o en Estados Unidos. En los discursos, alguien recordó el principio que gobernó toda la actividad profesional del gran difunto, la raíz de toda teoría posible y de todos los juicios posibles: «Hay libros buenos, y libros malos». Libros buenos y libros malos, en una extensa variedad de gradaciones, éste es el primer fundamento del juicio crítico, si ha de ser más que una simple reseña, un comentario neutral o una descripción simplificada, tal como suele ocurrir entre nosotros. A los teóricos institucionales (especialmente los universitarios…) les gustan las ideas opacas y la terminología técnica o gremial, qué le vamos a hacer, pero los jueces, si han de ser jueces, también tienen la obligación de condenar, cuando se lo manda la conciencia y de acuerdo con la ley.
Marcel Reich (el Ranicki se lo añadieron después, en los años de régimen comunista, por polonizarle un poco el nombre) era, en efecto, un judío polaco, educado en Berlín, expulsado en Varsovia en 1938 y salvado milagrosamente del exterminio, que después de la guerra volvió a vivir en Polonia y que se cansó y volvió a Alemania por propia voluntad. Era judío, y lo fue con todas las consecuencias, era polaco de nacimiento, y los alemanes habían querido destruir su pueblo y su tierra. Y él volvió al país de los alemanes: volvió porque, según afirma él mismo de manera admirable, su patria verdadera era la literatura alemana. Ya ven si era complicado el siglo XX, cuando un gran hombre de letras como Reich-Ranicki, uno de los más grandes, debe buscar justamente en las letras su identidad como quien dice nacional. Tan profundo puede llegar a ser, al menos en cierta Europa, el sentido y el valor de una lengua y de una literatura.
Escribir, quiero decir escribir literatura, es una faena o profesión funesta, como ya afirmaba Josep Pla hace muchos años, que sabía muy bien de qué hablaba. Y hace pocos años, un amigo muy entendido en literatura pasó un día entero en mi casa, dedicado a hacerme una entrevista que se publicó en forma de libro delgado. Y llega un punto que me pregunta: «Y de la crítica, ¿qué piensa?» Y yo que le digo, según aparece en la transcripción: «Si me he de referir a lo que en este país se considera crítica literaria y que, en la mayoría de los casos, no pasa de ser una recensión o una reseña breve y a menudo apresurada sobre el libro en los diarios, debo decir que no me puedo quejar. La mayoría de las veces me he sentido respetado y tratado con el mínimo de seriedad que creo que cualquier autor se merece. Lo que sí echo de menos -y así lo he escrito en algunas ocasiones- es un papel mucho más valorativo de las críticas. Un crítico debe mojarse. Hay que arriesgar. Debe ser capaz de decir con toda claridad qué le gusta y qué le disgusta, qué es bueno y qué no del libro que comenta. Y por qué, claro. No se trata de explicar de qué va el argumento. Esto no es crítica, es otra cosa.
Y continuaba: «Un crítico debe comparar y relacionar el libro que tiene en sus manos con otros de aquí y de fuera. Debe valorar. La consecuencia de la situación actual es que en literatura catalana todo se despacha al mismo nivel, como un totum revolutum que no distingue la gran cantidad de libros mediocres que salen de los que realmente tienen una profundidad y una consistencia digna de ser tenida en cuenta. Y, por otra parte, el país es tan complicado que algunos de los pocos críticos -diría que son tres o cuatro a lo sumo- que realmente son rigurosos pasan por antipático y enemigos de no sé cuántas cosas. Si alguna vez he estado realmente satisfecho de una crítica es cuando me la ha hecho uno de estos personajes con fama de duros o puñeteros. Con independencia de si me dejaba bien o no, para mí lo que opinaban sobre lo que yo había escrito tenía un valor diferente». Esto parece que dije, y después he reencontrado ideas y palabras de alguien que, según opinión general, era especialmente puñetero, implacable, y que sabía mucho de literatura, muchísimo: el insigne, feo y antipático Reich-Ranicki. Sabía, sobre todo, por qué un libro es malo, o mediocre o bueno, y sabía explicarlo.
El escritor, decía el crítico, es un ser de un género particular: egocéntrico, vanidoso, dotado de un sentimiento extremo de la propia importancia y de una necesidad enfermiza de ser reconocido: experimenta la mínima crítica como una ofensa personal, como un insulto monstruoso. Esto contestaba Marcel Reich-Ranicki a una entrevistadora de Le Nouvel Observateur cuando apareció la versión francesa de ‘Mein Leben’ (‘Mi vida’). La periodista inocente le preguntaba: Su espíritu polémico y sus juicios a veces implacables le han valido odios muy sólidos: ¿cómo los soporta? Son los riesgos del oficio, responde el crítico. Y a continuación define los escritores de esa manera tan exacta, donde yo me reconozco sin dificultad, y supongo que también mis compañeros de oficio, que experimentamos la crítica como una ofensa personal. O deberíamos experimentarla, porque la realidad es que aquí no nos ofende nadie. A mí me da la impresión de que nuestros críticos -en Valencia o Barcelona, y creo que también en Madrid- tienen pánico de ofender, de decir simplemente que tal libro (como gran parte de los míos) es malo, mal escrito, sin ningún interés, un fracaso, una nada literaria. Y cuando le preguntan sobre la vieja cuestión de la materia y el estilo, la narración y la escritura, el gran crítico se irrita, amenaza con el dedo, y responde: Desde la noche de los tiempos, los escritores cuentan las mismas cosas: el amor y la muerte, ligados por este lazo de unión que es la precariedad. Los hombres sufren de la vida, se enamoran y el amor acaba mal. Este es, en resumen, el tema universal de los escritores: pero unos lo hacen muy bien, y otros no. Porque cuando la periodista le pregunta: finalmente, ¿qué es para usted un escritor?, Reich-Ranicki contesta: un escritor es alguien para quien la escritura es más difícil que para otros. Gran verdad, en efecto: a mí, modesto aprendiz perpetuo del oficio, cada día me cuesta más esfuerzo. Gracias por tanto, señor Reich-Ranicki, y que sus colegas vivos tengan presente para siempre el alto ejemplo.
EL PUNT – AVUI