Lo que define la cultura humana -he escrito a menudo- es el trabajo permanente por mantener firmes las fronteras entre tres tipos de objetos: las (cosas) de comer, las de usar y las de mirar. Pues bien, la naturaleza misma, como fuente y contrapunto de la humanidad, puede ser abordada a partir de este triple criterio según lo que busquemos en ella; y, en este sentido, podemos hablar, por tanto, de Naturaleza, de Territorio y de Paisaje.
La Naturaleza es ese conjunto de leyes y fuerzas que los humanos han combatido siempre dentro y fuera de sí, como amenaza y necesidad, y cuyos ciclos, repeticiones y procesos alimentan sin distinción el color de las flores y el hedor de la muerte.
El Territorio es ese pañuelo de recursos, condición de la supervivencia, que los humanos se disputan entre sí con arados, perforadoras y misiles, y en el que clavan sus dientes y sus banderas.
El combate contra la Naturaleza y la disputa del Territorio han llevado a la derrota de los procesos de la vida, a los que ahora tenemos que sostener desde fuera para que sigan sosteniéndonos desde dentro: hasta tal punto hemos perdido el miedo a los rayos y a los leones, y a la tenia venenosa del hambre, que hemos sucumbido también a la ilusión de haber vencido al deseo -lo que Freud llamaba “instinto de muerte”. “Cosa de comer” y “cosa de usar”, la naturaleza se debilita tanto ante nuestra fuerza que sólo demasiado tarde redescubriremos que formamos parte de ella.
Luego está el Paisaje, la naturaleza -es decir- como “cosa de mirar”, eso que los romanos llamaban mirabilia, “maravillas”, los objetos dignos de ser mirados. No está claro que esta forma de tratar los árboles, las montañas y las nubes -como una relación integrada de elementos dependientes entre sí- haya sido siempre una evidencia para el ojo humano. Se diría más bien que el descubrimiento del Paisaje, como el del amor, tiene una historia reciente. Se diría -aún más- que la lenta formación de su autonomía visual es paralela, por una paradoja nada extraña, a la creciente centralidad del ser humano en el universo y a su control sobre los ciclos de la vida. Cuando la naturaleza era la fuente divina de todos los terrores y todas las bendiciones, nuestros antepasados rupestres, atrapados en ella, pintaban sólo cazadores y animales. De Giotto a Rubens, en una época en la que el alma estaba fuera del cuerpo y el creador fuera del mundo, el Paisaje aparece por primera vez, pero sólo como fondo o regazo divino en el que discurre la escena bíblica o mitológica escogida por el pintor. Hay que esperar precisamente al romanticismo -inseparable de la Ilustración y de la Revolución Industrial- para que Friedrich, Turner o Courbet conviertan al Paisaje en el objeto mismo de la mirada. El cazador vivía en la Naturaleza; el campesino en el Territorio; el moderno burgués, desde el siglo XIX, en el Paisaje.
Podemos decir, pues, que la existencia misma del Paisaje, incluso en sus expresiones más turbulentas o ruidosas, implica el distanciamiento y el dominio de la naturaleza. Frente a él, como frente a la ruina pero a la inversa, sentimos toda la melancolía de nuestra victoria y toda la melancolía de la derrota del enemigo, sin el cual no podemos vivir. Lo que nos atrae ahí -contemplando el valle irregular desde la cumbre del cerro- es una pérdida; en el Paisaje, la naturaleza sólo se presenta en su ausencia, como nostalgia o como enigma; es decir, como belleza. ¿No necesitamos este crimen? Al contrario. Hay una prueba paisajística de la existencia de los dioses; y hay una prueba paisajística de nuestra fragilidad humana; y hay una prueba paisajística de la realidad insuperable del cuerpo de Laura o de Jacinto.
El problema es saber mirar. Si la mirada es una pérdida, hay que saber conservar al menos la pérdida misma. No podemos vivir -ni cuidar nada- sin nostalgias y sin enigmas. Y el capitalismo, que ha erosionado hasta la fusión la diferencia entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar y que no distingue entre una manzana, una azada, un misil y el Himalaya, ha convertido también la pérdida de la naturaleza que llamamos Paisaje en un objeto de consumo o, lo que es lo mismo, de digestión banal. La victoria capitalista sobre la naturaleza conserva algunas reservas (como se habla de “reservas indias”) en las que la naturaleza, como un lienzo, lleva impreso en el marco el título que permite al turista reconocerla sin amarla o extrañarla: “naturaleza” (mucho más sofisticado que el “esto no es una pipa” de Magritte). El proceso de dominio, en una última vuelta de tuerca, acaba lejos de la melancolía como vínculo, en esas marcas y citas a pie de página que jalonan el camino: “sendero rural” para subrayar el ya-no-es-un-sendero y “mirador panorámico” para formatear la mirada del hambriento y “conjunto etnográfico” para fijar para siempre la falta de vida de un molino y una casa de piedra y “ruta paisajística” para que el Paisaje se convierta en su negación; es decir, en el plato de un menú.
Todo Paisaje ante nuestros ojos es destrucción y construcción. Es la destrucción de un vínculo animal; es la construcción de un vínculo visual. Lo propio de la cultura humana es luchar contra los primeros sin desengancharse jamás; y reforzar los segundos como último vínculo enigmático -el de la belleza misma- con un mundo que depende de nosotros conservar.
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