Cuando se empezó a hablar de la globalización, por parte sobre todo de sus enemigos, se dijo que este fenómeno deja obsoleto el Estado, las instituciones democráticas, que se veían aniquiladas ante el poder del dinero transnacional. Los que nunca habían creído en la democracia empezaban a decir que quien dirigía el mundo eran los mercados, y empezaban a reclamar que la democracia tuviera un peso real -¡democracia real, ya!, dijeron después-, aunque luego no hacían muchos de esfuerzos para contar votos cuando la gente acudía a las urnas (entonces, ay, siempre miran hacia otro lado).
Lo más curioso de todos estos posicionamientos es que siempre surge gente que nos explica qué quiere el pueblo, qué es el pueblo, qué necesita el pueblo, hacia donde debe ir el pueblo, etc., como si «el pueblo» -también Cataluña cuando alguno de estos populistas hablan desde posiciones soberanistas- fuera una especie de monstruo invisible que sólo tiene contacto con ellos, una quimera que habla sólo a través de algunas voces iluminadas.
Pues bien: el pueblo se expresa mediante el voto, y elige sus representantes en unas instituciones nacionales, las cuales, al contrario de lo que se decía, son las que han tenido que solucionar el descalabro financiero. Ahora resulta que tenían más poder, más relevancia de la que nos decían. Así, no sólo es falso que el Estado no juega ningún papel sino que si no fuera por los estados la cosa habría ido mucho peor. E incluso es posible que los que no tienen Estado (como nosotros) tengan menos posibilidades de ponerse vendas en las heridas de esta cruel tesitura. Así, es muy probable que esta ‘necesidad de estado’ ante la crisis sea un detonante decisivo de cara a la emancipación nacional catalana a corto plazo.
No sólo el relato antiglobalización era una patraña -una exageración, un maximalismo, un pintar todo negro porque se tiene la pintura blanca que lo arreglará todo- sino que estamos viendo que son los Estados los que ponen los parches contra la crisis, y no cualquiera de las supuestas instituciones -el FMI, el G-20, etc.- que se nos decía que gobernaban el mundo. Estas sólo intentan poner las bases de una gobernanza mundial aún en pañales, son, en el mejor de los casos, un médico ineficaz, pero no la enfermedad.
La antiglobalización fue el antifascismo de nuestra generación. Como no había dictador ni caballos totalitarios ante los que correr, nos creímos que vivíamos en un mundo despótico, gobernado por poderes invisibles que nos manejaban la vida publicitariamente, en una alucinación sin ningún sentido, como este ‘Monstruo amable’ risueño y todopoderoso que Raffaele Simone inventa para oponerse simbólicamente y ganarle sobre el papel, todo con la intención de dar un nuevo relato a la izquierda mundial. Lo primero que hay que hacer es, sin embargo, describir bien el problema y no inventarse enemigos invisibles o inexistentes -el ideòlego cazafantasmas, podríamos decir-, todo para tener la sensación de una lucha entre morales en la que siempre son los mismos los que se arrogan el papel de héroes libertarios.
No nos gobierna la tecnocracia ni el libre mercado global: esto existe, sin duda, pero necesita del Estado para funcionar mejor. No hay lucha entre estas entidades sino colaboración necesaria. Quien acaba rescatando a los vergonzosos bancos en quiebra son los estados, y también quien hace las reformas legales necesarias para que todo ello mejore un poco. Y será el Estado español quien recibirá todas las quejas, quien sufrirá los disturbios ‘a la griega’ que sólo podemos temer muy pronto en nuestras calles. En nuestro caso será llamativo, sin Estado propio tendremos que aguantar a los justicieros que se oponen a las instituciones con fuego y humo.
Hemos visto esta semana, en un plano más simbólico, todos los aspavientos que ha hecho España ante la burla francesa en torno a su dopaje deportivo. Enseguida se han sacado todas las banderas de la pureza de la sangre atlética española, como si fuera una afrenta al orgullo nacional que algunos deportistas sean descalificados porque abusan de ciertas pastillitas de colores.
Quien diga que esto no es nacionalismo -esa defensa acrítica de «los míos», sin más pruebas; España y la bandera por encima de todo- que se lo haga mirar, y quien diga que él es un ‘ciudadano del mundo’ y después calle o no denuncie la mascarada patriótica que acompaña a estos posicionamientos que nos deje de dar lecciones patéticas de cosmopolitismo. No sólo no es cierto que no existe el Estado sino que el nacionalismo de estado es la fuerza motriz de muchos carnavales, los cuales, sin embargo, pasan inadvertidos a la mayoría de almas candorosas, más apresuradas en perseguir cosas que no se pueden mencionar que en describir los verdaderos problemas del mundo con acierto y medida.
El Singular Digital