La memoria histórica es un nudo gordiano que afecta a la política española y a la vasca. A decir verdad, es la sociedad vasca al completo la que se está planteando cómo abordar un tema que tiene y tendrá consecuencias sobre el desarrollo de la vida política y social y también en las relaciones interpersonales de cientos de individuos. Es importante dar esos pasos. Porque las heridas individuales provocadas por decenios de conflicto no se cierran con un acuerdo ni con una ley. Hay aspectos que trascienden la asunción de responsabilidades colectivas para entrar en el marco personal, en aquel mundo en donde las exigencias sociales de cerrar un capítulo de la historia para abrir uno nuevo, chocan con la pérdida de la referencia, del sentir la presencia, del vacío en el espacio de la propia vida.
La denuncia sobre el peligro de “reescribir la historia” que se ha hecho propia, sea por el PSOE o por el PP, evidencia cómo la lección de la técnica de la omertá experimentada con la transición política se quiere aplicar ahora a la superación de la naturaleza violenta del conflicto vasco español. ¿Con qué legitimidad histórica y política se puede pedir algo de memoria histórica a quien no ha reconocido ni conmemorado ni reparado la matanza franquista que en un solo día provocó un número de muertos tres veces superior que ETA en cincuenta años de su historia? Yagüe, el carnicero de Badajoz, tuvo plazas y calles a su nombre hasta hace poco. ¿Se puede pedir a otro lo que no se ha hecho formalmente, es decir, tener en España la voluntad “unánime”, pasados además ya cuarenta años de la muerte del dictador, de convenir por ley que el régimen franquista fue un régimen genocida y que cometió crímenes sistemáticos contra la humanidad? Qué legitimidad tiene quien alaba al generalísimo, al rey Juan Carlos, no hay que hablar mal en su presencia, o lo relativiza como González: “comparar Franco con Hitler y Mussolini no es justo”.
Sobre las consecuencias violentas del conflicto vasco español hay y habrá un debate, ya que en el triste elenco de víctimas hay forzamientos, mentiras, olvidos que un minucioso trabajo historiográfico y político y una comisión de la verdad pueden ayudar a resolver. De cualquier forma hay una evidencia. Todas las muertes causadas por las acciones de ETA y otros grupos armados están prácticamente reconocidas y asumidas por las propias organizaciones armadas. Eso no quita, sino que más bien favorece, una lectura histórica de esos hechos trágicos. Es un proceso fundamental que ya se ha hecho en estos años desde diversos puntos de vista y lecturas. Una recopilación histórica como pocas veces se ha visto en otros conflictos de esta naturaleza. Esa transparencia en la que hay que profundizar, será un instrumento de educación para los que vendrán, pero también para los que han sido en estos años más espectadores que protagonistas de este conflicto. Porque si una sociedad quiere seguir adelante o más bien profundizar en sus relaciones, debe tener la capacidad de “ajustar las cuentas con su propio pasado”, pero, ¿cuándo lo hará el Estado? ¿Un Estado que ha decidido no romper con su pasado ni con las leyes ni con los hombres?
Si hay obligación de hablar de las consecuencias de la estrategia política y militar y asumir responsabilidades, parece obvio que también debe hacerlo el Estado, que ejerce el “monopolio de la violencia”.
Ese sería un paso en la profundización democrática no solo con respecto al conflicto vasco español, sino también a la propia sociedad española. Porque aquí también vuelve a plantearse la cuestión de la asimetría entre la memoria de los Estados y de quienes contestan su modelo social institucional y económico y también su fundamento en el derecho. Una asimetría impuesta y necesaria para profundizar el consenso y la legitimación no a través de una división conjunta dialéctica de la historia, sino más bien de institucionalización de la historia gloriosa. De eso deriva una opinión pública acrítica sobre la que hace mella lo que Kurt Shaw define como “masoquismo político”, es decir: “una de las grandes barreras de las luchas progresivas es el disfrute de la opresión”, es decir, “el trabajador alienado que prefiere quejarse en vez de luchar, la mujer golpeada que permanece con su verdugo, el público manipulado por el discurso “¡somos víctimas inocentes!”, los habitantes de los suburbios que prefieren culpar al Estado en vez de construir una alcantarilla u organizar una manifestación contra la municipalidad”.
En Italia la estrategia de la tensión, más de doscientos muertos, que ha visto en el banquillo a estamentos del Estado, fuerzas de seguridad, servicios secretos, políticos neofascistas, no ha tenido prácticamente culpables. Pero si preguntáis a los estudiantes de Bolonia, la ciudad roja por antonomasia se decía hace algunos años, que quién puso la bomba en la estación de trenes de la ciudad en agosto de 1980, que mató a 80 personas, te responderá: ¡Las Brigadas Rojas! No importa que haya una sentencia, unas condenas de neofascistas, que la logia masónica P2, los servicios secretos italianos y occidentales fuesen señalados como posibles patrocinadores o encubridores. El menosprecio institucional a una memoria viva y o retórica ha creado el desierto sobre el cual construir la mentira tópica.
Así que la técnica del olvido y la omertá sirven para obviar responsabilidades y al mismo tiempo perpetuar las causas de los conflictos aunque asuman otras formas. En Francia hay un olvido colectivo de la masacre de París del 17 de octubre de 1961 cuando bajo las órdenes del Prefecto de la Policía de París, Maurice Papon, colaboracionista durante la ocupación nazi, las fuerzas francesas de seguridad masacraron con balas y palos a más de doscientos argelinos que celebraban una manifestación pacífica. El Sena se tiñó de rojo aquel día y en sus muros se escribió “aquí se ahoga a los argelinos”. Años después todavía hay quienes se sorprenden de que en los suburbios de París o de otras ciudades francesas se desaten de vez en cuando revueltas violentas motivadas casi siempre por “no creer en la versión de la policía sobre la muerte de un magrebí”.
Centroamérica está azotada por la violencia de las pandillas, pero se olvida a menudo que en los años 70 y 80 los gobiernos y los paramilitares a las órdenes de Washington eliminaron a decenas de miles de campesinos, estudiantes, sindicalistas y curas por medio de una violencia sistemática y atroz que sembró una cultura de la impunidad. Se olvida que los hijos de los prófugos centroamericanos en Estados Unidos que para sobrevivir crearon su mundo de maras y salvatruchas eran deportados a sus países de origen en los años 90 alimentando una violencia continua.
De las FARC colombianas se habla y se escribe si pausa aunque sean responsables del 10% de la violencia que azota el país mientras que el ejército y los paramilitares han sido protagonistas de matanzas sistemáticas por medio de métodos que van más allá de los que experimentaron los nazis (hornos crematorios, despedazamientos con motosierras de hombres, mujeres y niños, violaciones de niños, descuartizamientos…)
Y qué decir de la cuestión palestina, que nace de un genocidio provocado por los europeos, la Shoa, que se ha reparado con el Estado israelí impuesto a los árabes.
La memoria histórica no solo es reconocimiento del pasado, sino la base sobre la que construir el futuro. También aquí una democracia incluyente, la que se está planteando el Euskal Herría, mide su capacidad de ser un verdadero instrumento no del olvido, sino del mutuo reconocimiento.