Un día de primeros de enero del año 1500, Lucrecia Borgia salió de su palacio contiguo a San Pedro del Vaticano, para ir a ganar el jubileo. Recorrió las basílicas romanas rodeada de un brillante séquito de damas, caballeros, nobles y prelados, rezó las oraciones correspondientes, volvió a casa, y los peregrinos pudieron constatar que la hija del papa reinante Alejandro VI cumplía devotamente sus deberes religiosos. En aquel momento, Lucrecia era esposa del príncipe napolitano Alfonso de Aragón, y su hermano César había dejado el cardenalato para casarse con Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra. En cuanto a los otros hermanos Borja, Joan -duque de Gandia y marido de una prima de Fernando el Católico- había sido asesinado misteriosamente tres años antes, y el pequeño Jofré estaba casado con Sancha, otra princesa de Nápoles. Excepto por la trágica muerte de su hijo Juan, el papa Alejandro VI podía estar satisfecho: sus proyectos de dominio sobre el centro de Italia iban por buen camino, su linaje era titular del más importante ducado del reino de Valencia, y su yerno y sus nueras eran miembros de casas soberanas. Cosas que un niño de Xàtiva, nacido casi setenta años antes, no habría podido soñar ni en la más encendida de sus fantasías.
Vista con un poco de perspectiva, la historia de más cien años de la familia Borja es, sin leyenda ni mito, una peripecia que sería difícilmente imaginable si no fuera del todo real: una familia de la pequeña aristocracia valenciana que en menos de medio siglo da dos papas y una docena de cardenales a la Iglesia romana, que ocupa durante muchos años el centro del poder de la misma Iglesia -que es tanto como decir el centro de la Roma y de la Europa renacentista-, que casa a sus hijos con familias reinantes, se convierte en protagonista de las luchas por el poder en Italia, da origen a una acumulación de infamias como nunca ha vuelto a conocer el papado, y más tarde cierra el increíble círculo produciendo un santo de primera magnitud, Francisco de Borja, general de la Compañía de Jesús en plena Contrarreforma.
Algunas aventuras femeninas del papa y de sus hijos son del todo ciertas, son ciertos algunos asesinatos por razones políticas (pocos, en todo caso, y no por envenenamiento, que era un sistema inseguro y una especialidad veneciana), como la muerte del segundo marido de Lucrecia, por orden de César y en las estancias vaticanas mismas. También es cierta el ansia de poder, la complicada política matrimonial, la recaudación forzada de dinero, el engaño como arma política, y una cierta medida de violencia. La realidad, sin embargo, es que en materia de intrigas, mujeres, muertos o hijos complicados, los Borja no son excepcionales junto a otros linajes y cortes de la Europa de su tiempo. Pero se trataba del linaje del papa de Roma, sucesor de san Pedro, y su corte era la del Vicario de Cristo: se suponía que no debía ser como las demás. Se suponía, sólo, porque algunos de los pontífices anteriores, y posteriores (hasta el Concilio de Trento), no llevar una vida santa y ejemplar: tuvieron hijos, intrigas, violencias y guerras, más o menos como los Borja.
A efectos de mala fama, la diferencia, sobre todo, es que los Borja eran los enemigos de los grandes barones romanos, quisieron derribar los viejos poderes establecidos, y pagaron por ello un precio desproporcionado: convertirse en emblema de todos los pecados de una Roma corrupta y ser el símbolo visible de los excesos más bajos del papado. Pasión por el oro y por el poder, venenos y asesinatos, incesto, lujuria y orgías vaticanas, y una dosis abundante de brujería, de magia negra y de presencia de los poderes infernales: la receta habitual de las leyendas negrísimas y de todo tipo de narraciones del género. Nada original, nada nuevo. Pero les tocó a los Borja ser sus representantes en la categoría más alta y más aciaga: en la leyenda, el papa Alejandro VI vendió su alma a Lucifer con pacto clásico, tuvo todo el poder, todos los placeres, y cuando murió muchos romanos «vieron» como los demonios voladores se lo llevaban al infierno directamente desde la basílica de San Pedro.
Comprendo que las leyendas negras son difíciles de blanquear un poco, difíciles de reducir a la habitual mediocridad humana. Comprendo que cuando una leyenda bestia y maligna (todas son iguales: sexo, sangre, dinero, demonios, la receta habitual) tiene como actores papas e hijos de papas, la tentación es aún mayor. Comprendo que con ello es posible hacer mala información y peor literatura. Pero aquí se acaba mi comprensión. Lo que me cuesta entender es que a estas alturas se siga presentando como verdad histórica, con aire de novela o no, las más banales y chapuceras mentiras. Un poco de formalidad, por favor, y sobre todo que no engañan al público: si alguien quiere vender un subproducto literario o cinematográfico sobre los Borja, si quiere vender novelas donde son presentados absurdamente como «familia del crimen», y el papa como un padrino de la mafia, es muy libre de hacerlo. No es tan libre de quererlo presentar como «histórico», es decir, como verosímil o realista, basado en hechos que pasaron, en personajes reales. Hace años, leí las primeras cincuenta páginas de un engendro firmado por el famoso Mario Puzo, y no pude continuar: era demasiado grotescamente ignorante, demasiado ridículamente falso, demasiado de todo. El autor no sabía lo que era un papa, que era un obispo, un cardenal, un concilio, un cónclave, un palacio romano, un Orsini, no sabía absolutamente nada. Pero eso es lo que se vendió por millones de ejemplares en todo el planeta, y esta es la imagen que se ha extendido y se extiende de nuestros compatriotas, naturales, digo, del «principado de Valencia». Y por si fuera poco, en la revista dominical del diario El País, comentando la novela, Alejandro VI aparecía asociado a Hitler, Stalin, Atila y Nerón. El más perverso de todos los pontífices, que realizó «verdaderos alardes de desenfreno», padre de Lucrecia, «una de las mujeres más pervertidas del Renacimiento» (¡pobre Lucrecia, después de tantos años!). Dice que «consiguió convertir el Vaticano en un grandioso burdel». Después vino una película española igualmente ignorante, bestia y banal, y ahora nos llega por la tele una producción estadounidense que supera toda infamia, ignorancia y barbarie anterior, supongo que con mucho éxito.
Que Dios nos ampare, porque eso no tiene remedio: debe ser cosa de un destino implacable y fatal. Venga, pues: Don Corleone papa, la mafia renacentista, el incesto, los venenos, la mujer barbuda, la escala sobre la cabra, y a ver quién la dice más gorda. El burdel, en efecto, es grandioso.