Lucidez e irreverencia

Qué páginas hubiera escrito Mark Twain sobre la visita del jeque de Qatar y su jequesa, la número dos de las tres jequesas que tiene el jeque! ¡Qué retrato de la España real nos hemos perdido! Pero es así, el humor ha ido desapareciendo de la prosa periodística, o al menos esa impresión me da a mí, y no es porque la cosa esté muy chunga,que diría un castizo, sino por demás. Usted escribe algo irónico y, a menos que sea muy evidente y que alimente a la parroquia, corre el riesgo de que se lo crean a pies juntillas. Porque la palabra, lo que se dice “las letras”, nadie cree en ellas, pero cuando las leen, quizá por falta de hábito, hacen como si se tratara de suras coránicas. No admiten bromas.

A lo mejor es por haber nacido en un lugar donde llovía mucho, pero creo que pocas experiencias tienen un poder de evocación tan grande como la lluvia. La lluvia nos ensimisma; podemos pasar horas enteras viendo caer el agua en los charcos, contemplando cómo sale de los canalones o cómo salpica los cristales. A mí, lo he dicho muchas veces -tengo un amigo que dice que me repito, y no me atrevo a preguntarle por qué; si es por la insistencia en ciertos temas o por el escaso diseño expresivo-, la lluvia me empuja a la infancia. Aunque los expertos digan lo contrario, creo que antes llovía más, o lo sentía con mayor fuerza, que viene a ser lo mismo.

Y la lluvia, de manera irremisible, lleva a la Semana Santa. Una Semana Santa sin lluvia era un milagro que se atribuía a las imágenes. No sé si es la evocación o mi vista cansada, pero cada año que pasa me parece que las semanas santas se van pareciendo más a aquellas. Siguen saliendo las mismas cofradías y los mismos tipos con capirote, o sus nietos, y las damas con mantilla, o sus nietas, y los sufrientes nazarenos con la cruz al hombro y los pies descalzos, y me entra una desazón antigua, como si volviéramos atrás en aquello que creíamos no volvería a repetirse. ¡Vaya semanita para laicos! Procesiones, fútbol y mesas petitorias con libros. Sólo hubiera faltado el pequeño detalle de las huchas con cabeza de negrito para que entráramos en el túnel del tiempo.

Soy incapaz de seguir las novedades editoriales de Sant Jordi, o del día del Libro, me pasa lo mismo que con el catálogo de Ikea; a partir de la página cinco se me ha ido la paciencia y me acuerdo de aquella frase inefable, hoy políticamente incorrecta, que solía decir Ortega, don José, a sus íntimos y referida a las mujeres: “Ellas son tantas y nosotros uno solo”. Y sin embargo, si yo tuviera que embarcarme en la promoción de un libro no tendría la menor duda de que la novedad editorial más audaz, más inteligente y más apropiada para estos tiempos de infieles creyentes en verdades incontrovertibles e inabordables, como son las cofradías, las iglesias, las copas de fútbol y la ecología para rufianes, ese libro no podría ser otro que Los escritos irreverentes de Mark Twain, editados por primera vez en castellano (Impedimenta).

Por esos misterios de nuestro mundo editorial y de nuestra cultura, Mark Twain ha sido entre nosotros un autor para niños, y como los niños españoles, en general, leían aún menos que los adultos, la historia en nuestro país de Twain como autor sería casi tan divertida como si la contara el mismo Twain. La adolescencia quizá sea la etapa que deja mayor huella y la que marca nuestra relación con los escritores, y en un sentido tanto negativo como positivo. ¿Quién no tiene en su mochila de lector adolescente a ciertos autores que no ha vuelto a tocar, por temor a romper el encanto del recuerdo? A Mark Twain lo leí de mayor y disfruté como un niño.

Hemingway decía que la narrativa norteamericana empezaba con Las aventuras de Huckleberry Finn (1885) de Twain, en la misma medida que Dostoievski sostenía que la novela rusa comenzó con El abrigo (1842), de Gógol. De Twain no he logrado encontrar ni una sola biografía en castellano y los prólogos a sus obras son tan desmañados como las traducciones. ¡Cuántas veces habrá que repetir que los prólogos se hacen para ayudar a los lectores y no para ayudar al que los escribe! Aún es reciente la publicación española de la Autobiografía (Espasa), que, si bien no corresponde a la edición norteamericana sin censura, merece la pena para acercarse al tipo humano y sobre todo al estilo, para nosotros insólito, del narrador verbal.

Demasiado tarde me enteré de que la autocensura se convirtió en una compañera constante de la literatura de Twain, un prodigioso contador de historias. No me viene a la cabeza ningún contador de historias entre las grandes figuras de la literatura española. Todo lo más el viejo filandón, con los relatos en torno al hogar de leña en el invierno, y Juan García Hortelano, novelista premioso pero mítico narrador verbal. Mark Twain se constituyó en estrella que se burlaba de sus destellos. Después de recorrer Estados Unidos, salta a Europa para seguir contando historias. ¿Se imaginan? Sigmund Freud asistió a la de Viena. Una obligación cultural, supongo.

Había un mundo de reflexión que Mark Twain dejó escrito consciente de que no podría publicarse en su época. Lo hizo porque era su deber como intelectual y como ciudadano libre, laico, progresista, si me permiten la expresión tan deteriorada. En 1906 aprovecha los paseos con un amigo, para construir unas “Reflexiones sobre la religión” que son auténtica dinamita. Apenas una treintena de páginas que en España publicó modestamente El taller de Mario Muchnik en 1997 y que ahora ha reeditado, literalmente con el culo pero en bilingüe, Sequitur. Un folleto para reflexionar.

Pero la inquietud de Mark Twain era la Biblia, esa orgía de sangre y violencia, razón por la que sostiene que no debería permitirse su lectura a los niños. De ahí nacen Los escritos irreverentes, que trabajará hasta un año antes de su muerte, en la conciencia siempre de que los escribía para no publicarlos. “Este libro no saldrá jamás. Se consideraría una ignominia”. Su hija Clara, única superviviente de los cuatro que tuvo, no permitió su edición ni en 1939, ni veinte años más tarde, “por temor a que ayudara a la Unión Soviética”.

Un prodigio de agudeza y talento de un minucioso lector de la Biblia. Primero Las cartas de Satán desde la Tierra, un conjunto de once epístolas rebosantes de ironía -”El humano  cree que va a ir al cielo. Al fin y al cabo, tiene unos maestros asalariados que se lo dicen”-. ¿El cielo? ¿Qué va a decir un hombre como Twain de un lugar donde quieren ir todos y se lo han imaginado sin lo único que les obsesiona a todos: el sexo? Quizá se deba a que “el humano es sin duda alguna el idiota más interesante que existe”. Luego Los apuntes de la familia de Adán y, por fin, La carta desde el Cielo.

Que nadie busque aquí anticlericalismo, radicalidad ácrata ni obsesiones de conversos. Es Mark Twain, un gringo del Sur -”Dios inventó las guerras para que los norteamericanos aprendieran geografía”-, que vivió intensamente, que trabajó de casi todo, y que vivió la religión como un personaje de una civilización de hombres libres, consciente de su tiempo: “La nuestra es una religión terrible. Las armadas mundiales podrían navegar con amplia comodidad en la sangre inocente que ha derramado”.

Un hombre, por lo que aseguran, tranquilo, buen fumador, amante de su mujer hasta la veneración, cuidadoso de sus hijos, atento vecino, simpático socio con tendencia a arruinarse, contador de historias legendario, enemigo de los blancos codiciosos del Wall Street incipiente, “donde la gente no quiere ganar dinero sino adorarlo”, lúcido hasta la soledad e irreverente por sentido común. Él escribió la frase más brutal, en su trascendencia, que ninguno de sus coetáneos -Marx, Bakunin o Nietzsche- osó formular: “Nada en toda la historia se aproxima en atrocidad, ni remotamente, a la invención del Infierno”.

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua