En los últimos años han aparecido numerosos títulos pronosticando diversos finales. El fin del trabajo (Jeremy Rifkin), el fin de la historia (Francis Fukuyama), el fin de la educación (Neil Postman)… Más allá de lo comercial de los títulos, algunos de estos trabajos recogen ideas sugerentes sobre la evolución de nuestras sociedades. En general, si hiciéramos un estudio sobre todas estas aportaciones, la gran conclusión seria: la forma en cómo nos hemos organizado hasta ahora ya no funciona o llega a un colapso, por lo que debemos repensar y reinventar las relaciones sociales y económicas si queremos mantener cierta calidad de vida.
Entre todos estos pronósticos, quizás el más inquietante es el dibujado recientemente por Paul Roberts en The End of Food. The Coming Crisis in the World Food Industry. Roberts es el formulador de dos finales. El de la comida y el del petróleo (The End of Oil). Pero si bien el fin del petróleo puede llevarnos a alternativas deseables, como la adopción de energías renovables o la popularización de los coches eléctricos, la cuestión de la comida es más compleja.
Conflictos alimentarios
Los conflictos relacionados con la alimentación van a ocupar la agenda política durante los próximos años. Hablamos de la escasez de alimentos y de las hambrunas, de la producción masiva en granjas, de los problemas ocasionados por la «comida basura», de las enfermedades y riesgos alimentarios, del colapso de la industria alimentaria, de la bajada de precios de los productos agropecuarios y de las crisis agrarias o de la polémica con los alimentos transgénicos, entre otros.
El libro sobre el fin de la comida de Roberts trata sobre estos temas. Es un ensayo periodístico, basado en una documentación rigurosa, en la opinión de expertos, en el análisis de datos y de tendencias registradas en diversos países del mundo. Roberts aporta interesantes fuentes al final del libro, en las que se basan buena parte de sus conclusiones. No es una aproximación sensacionalista. Tampoco diría que Roberts haga alarmismo con un tema tan delicado; es más bien un warning.
¿Un bien de consumo más?
Lo cierto es que existen diversas cuestiones que permiten plantear dudas razonables sobre si la humanidad será capaz de sostener la deriva alimentaria. El principal problema es que la comida se ha incorporado al sistema económico como una commodity más, como un bien de consumo común, como los zapatos o los bolígrafos. La lógica capitalista lleva entonces a equiparar el trato de los alimentos con los pintauñas, digamos. Pero en realidad los alimentos son en sí productos que no se pueden ni se deben adaptar completamente a estas lógicas. El capitalismo, su lógica liberalizadora del mercado, tiene agujeros y no siempre funciona de forma ajustada. El problema de la industria alimentaria es un caso ilustrativo.
Por ejemplo, una lógica económica común en el sistema industrial para incrementar beneficios es reducir los costes o incrementar la producción invirtiendo lo mismo. Si esta reducción es importante el producto puede resentirse en su calidad, por lo que hay gente que compra unos zapatos menos cómodos o un coche con menos prestaciones. El problema con la reducción de costes y el incremento productivo en la industria alimentaria es diferente. Roberts explica cómo para ofrecer más carne de pollo la industria norteamericana «desarrolló» un tipo de ave más gruesa, con más pechuga, que creciera más deprisa y que optimizara el grano ingerido. Lo mismo pasó más tarde con los cerdos. Las consecuencias económicas fueron inmediatas: más producción, carne más barata. Las sociales son más difíciles de evaluar.
Dos mil cerdos por hora
La industrialización masiva del proceso de producción ha llevado a la existencia de instalaciones sorprendentes: explica Roberts que un matadero en Tar Heel, Carolina del Norte, procesa dos mil cerdos por hora. La maximización de la producción ha llevado, eso sí, a una reducción de precios importante. Hoy, algunos establecimientos de comida rápida, en periodos de promoción, pueden llegar a ofrecer una hamburguesa por un euro. Recuerdo hace un par de años haber leído a las puertas de un restaurante de fast food en Londres la oferta de un menú (hamburguesa, bebida y patatas), por una libra (hoy menos de un euro).
La alimentación y sus complejidades no se adaptan bien al sistema ultracapitalista. Por ejemplo, la lógica económica dicta que si suben los precios de los coches la gente tiende a comprar menos coches. ¿Qué pasa si sube la leche, el arroz y el trigo? Si bajan los precios de los zapatos la gente tiende a comprar más zapatos, ¿pero qué pasa si bajan los precios de las hamburguesas y el bacón? Si en un lugar la producción de bolígrafos es muy cara, la lógica conlleva la deslocalización de la producción a otros países más baratos. Pero, ¿tiene lógica el traslado de alimentos a nivel global o sería más racional el consumo de proximidad? Hoy es frecuente hacer la compra en un mercado de productos frescos y llevarte en la cesta kiwis de Nueva Zelanda, nueces de California, naranjas de Chile y merluza pescada en un mar remoto. ¿Tiene esto sentido?
Preguntas razonables
Lo cierto es que existen algunas preguntas que nos deberíamos hacer ahora. Cuando los ciudadanos de países emergentes como China e India demanden más carne en su dieta, ¿cómo responderá la industria alimentaria a este reto? ¿Podemos modificar sin consecuencias la genética de plantas y animales para la obtención de mayores cantidades de alimentos a precios más baratos? ¿Qué solución tenemos al hecho del empobrecimiento de los suelos agrícolas, muchos de ellos ya irrecuperables con o sin productos químicos? Y lo peor, ¿cómo vamos a responder a los próximos episodios de hambre en África?
A medio plazo los problemas de sostenibilidad del sistema pueden llevar a un periodo postcapitalista que también se dé en otros sectores como por ejemplo la sanidad: la reforma sanitaria de Obama refuerza en cierta medida la idea de que el liberalismo puro no soluciona según para qué demandas sociales. Creo que volveremos aún más nuestras miradas a los mercados tradicionales, nos fijaremos más en el etiquetaje de los productos, en su composición, en su origen, etc. Aún así, cabe reconocer que la lógica de la ecoalimentación también se ha industrializado y a veces es complicado determinar si lo que ingerimos sólo es otro producto del marketing que no tiene realmente en cuenta las lógicas propias de la alimentación sostenible.
La comunicación: central
Para terminar, una reflexión sobre la comunicación y la alimentación. Cuestiones como el riego alimentario y la información van a ser cruciales en las problemáticas de los próximos años. Por ejemplo, el 20% de lo que pagamos por un producto alimentario va a parar a costes de promoción, publicidad, embalaje, etc. El hecho de que la industria ponga tanto énfasis en la comunicación no es banal. Según desvela Roberts, el sector de la alimentación invierte 33 billones de dólares en marketing en Estados Unidos. Sólo el sector automovilístico supera esta cifra.
No es sólo la comunicación corporativa sino también la institucional. En Cataluña, la Generalitat ha lanzado una campaña centrada en sobre la alimentación ecológica. Los gobiernos están preocupados por esta cuestión. A los riesgos de salud, de nuevas enfermedades o potenciación de enfermedades relacionadas con hábitos alimentarios, cabe añadir el hecho de que el sector alimentario es estratégico a nivel planetario. Ahora lo es quizás más que nunca. Los poderes públicos se preguntan si podremos seguir alimentándonos como hasta ahora o cómo responder a crisis alimentarias o a las provocadas por la mutación de enfermedades animales. La comunicación aquí es central, no meramente utilitaria como suele suceder. Es desde la comunicación que podemos entender procesos de crisis y gestionarlos mejor.
Ficha de lectura
The End of Food. The Coming Crisis in the World Food Industry
Paul Roberts Bloomsbury, Londres
400 páginas (edición de bolsillo)