No sé si ahora mismo, en la teología oficial de la Iglesia Romana, la existencia del demonio es un dogma de fe, supongo que sí. No sé tampoco si su acción, como enemigo de Dios y de la humanidad, incluye desgracias públicas y catástrofes, además de la posesión personal que combaten los exorcistas y los devotos de la Virgen María de la Balma, donde los poseídos (generalmente poseídas) eran liberados de la presencia diabólica el día de san Miguel, capitán de las tropas celestiales. Los predicadores medievales, san Vicente el primero, amenazaban con desastres colectivos, como por ejemplo la peste, el hambre o la guerra, si Dios Nuestro Señor dejaba vía libre a Satanás para castigar los pecados de los hombres. Los predicadores barrocos, desde púlpitos solemnes, continuaban con las mismas amenazas, y en el ritual del bautismo (en los últimos a los que he asistido), los padrinos todavía tienen que renunciar a Satanás, a sus pompas (¿qué serán esas pompas?) y a sus obras, en nombre del niño neófito. Los cristianos ortodoxos, los protestantes, y nuestros hermanos musulmanes, creen en el demonio de manera viva y activa, y suelen atribuirle también todo tipo de horrores y de entuertos. En la Meca, los peregrinos lo apedrean durante el gran peregrinaje, y en Irán ya se sabe que los Estados Unidos son la encarnación presente del Gran Satanás. No es del todo extraño, por lo tanto, que hace pocos días un célebre predicador evangélico, el pastor Pat Robertson, haya querido recordar esta maléfica presencia. Pat Robertson es uno de los personajes más conocidos del evangelismo radical y popular, convoca a miles y miles de personas en sus sermones, predica por cadenas televisivas de audiencias millonarias, y es, no hay que decirlo, un conservador extremista en materias morales, ideológicas y políticas. De forma que el gran predicador, que ya aseguró que el huracán Katrina asoló Nueva Orleans para castigar a los americanos por sus pecados, acaba de decir una de las barbaridades más enormes que he podido escuchar o leer últimamente. Afirma, el buen cristiano evangélico, que el terremoto de Haití es nada más y nada menos que el resultado del pacto con el demonio que los haitianos hicieron en otros tiempos. La tragedia horrible, asegura, es efecto de algo “que pasó en Haití hace mucho tiempo, y de la que la gente preferiría no hablar”. Con un desconocimiento prodigioso de la historia, el predicador recuerda que los haitianos “estaban bajo el yugo de los franceses: ya saben ustedes, Napoleón III y todo esto” (confundir Napoleón Bonaparte con Napoleón III, ya es confundir mucho: Haití se rebeló en 1791, y Dessalines se proclamó emperador en 1804). Y entonces, según lo que enseña a sus fieles el pastor, “se reunieron y juraron un pacto con el demonio. Dijeron: te serviremos si nos liberas de los franceses. Una historia real. Y de ese modo, el demonio dijo OK, trato hecho.”
“Ya saben”, continúa Robertson, “los haitianos se sublevaron y se liberaron. Pero desde entonces han sido malditos con una desgracia tras otra.” Pobres haitianos, aliados perpetuamente con el demonio y sufriendo eternamente las consecuencias de la alianza nefasta. Es todo un sentido de la historia, de la religión, de la Biblia, y de la acción divina sobre los hombres: un sentido tan brutal, tan próximo a los obispos de Rouco Varela, a la Inquisición, al extremismo islamista, y al de toda la irracionalidad universal, que resulta difícil de aceptar que circule por el mundo de este modo. Está claro, dijo Robertson después de la catástrofe de Nueva Orleans: “Hemos matado 40 millones de niños sin nacer en América”. Y Dios, a través del demonio, nos castiga por nuestro pecado. También nos podría castigar por la lujuria, por la ira, la soberbia o la gula, o cualquiera de los demás pecados capitales. “La tierra os vomitará por encima”, recuerda el predicador, recordando la Biblia, si cometéis pecados nefandos o derramáis sangre inocente. La tierra temblará y os destruirá si pactáis con el demonio. El mar, aseguraban en muchas mezquitas de Indonesia, nos ha castigado con el tsunami por nuestra ligereza como musulmanes, porque las mujeres no se tapan toda la cara. La barbaridad humana, la monstruosidad irracional inacabable, parece que se conserva con buena salud, y que progresa, sea entre los obispos católicos, entre los patriarcas ortodoxos, entre los pastores evangélicos, entre los mulás y los ayatolás, entre los rabinos integristas, y entre todo tipo de personajes siniestros, que nos hacen desconfiar, tristemente, de nuestra condición común de personas. El demonio, evidentemente, no tiene ninguna culpa.